Creo que vuestra caridad
sabe que la Iglesia celebra hoy la venida del santo Espíritu del Señor. En
efecto, el Señor prometió enviar el Espíritu Santo a sus apóstoles y, fiel a su
promesa, merecedora de toda credibilidad, cumplió ciertamente lo prometido. La
resurrección del Señor confirmó la fe de los hombres en la divinidad de quien
se dignó hacerse hombre por nosotros. De igual modo y en mayor grado, la
confirmó su ascensión al cielo. De forma más plena y perfecta aún, la confirmó
el don del Espíritu Santo enviado por él, don que llenó a sus discípulos,
convertidos ya en odres nuevos para poder recibir el vino nuevo, razón por la
cual, al hablar distintas lenguas, se los consideró borrachos y cargados de
mosto(Cf Hch 2,13). La voz de los oyentes fue un testimonio en favor de la
Escritura del Señor, pues él había dicho: Nadie echa vino nuevo en odres viejos
(Mt 9,17). Preparaba, pues, un vino nuevo para los odres nuevos. Eran odres
viejos mientras pensaban, respecto a Cristo, según la carne; al odre viejo
correspondía aquella frase del apóstol Pedro cuando a él, que temía que muriese
Cristo, y, en consecuencia, pereciese como los demás hombres, le dijo el Señor:
Échate atrás, Satanás, pues eres un estorbo para mí (Mt 16,23). Esta turbación
de Pedro resultaba de ser odre viejo. Mas cuando resucitó el Señor, se les
apareció y palparon lo que habían llorado cuando pendía de la cruz; cuando
vieron vivos los miembros por los que derramaron sus lágrimas cuando estaban
muertos y fueron sepultados, se afianzaron en la fe y creyeron en él. Sube al
cielo, y les manda que se congreguen en un único lugar y que esperen allí hasta
que les envíe lo que les había prometido. Reunidos en oración y deseando la
promesa, se despojaron de la vetustez y se revistieron de la novedad. Hechos ya
capaces, recibieron el Espíritu Santo el día de Pentecostés. Y no sin motivo
celebramos esta fecha que encierra un misterio grandioso y evidente. Advierta
vuestra santidad cómo van de común acuerdo las Escrituras del Antiguo y Nuevo
Testamento: en las primeras se prometió la gracia, en las segundas se otorgó;
en aquéllas estaba el símbolo, en éstas la realidad. Como un artista que ha de
hacer las imágenes de otro metal -bronce o plata por ejemplo- compone antes en
cera las figuras que luego ha de fundir, y este primer bosquejo marca el camino
a lo que en el futuro será sólido -pues da forma al molde que luego ha de
llenar-, así también el Señor delineó para el viejo pueblo y diseñó a grandes
rasgos lo que realizó para el nuevo pueblo con una efusión perfecta. Escuche
vuestra santidad con mayor atención cuál es aquel bosquejo y cuál su
realización en el día de Pentecostés. El precio a pagar por ello es la
atención; el hablar es fructífero cuando se escucha con atención. Sed también
vosotros odres nuevos para que podáis recibir, por mi ministerio, el vino
nuevo.
Con frecuencia nos
preguntan: «Si nosotros celebramos el día de Pentecostés en atención a la
venida del Espíritu Santo, ¿por qué lo celebran los judíos?». Efectivamente,
también ellos tienen su Pentecostés. Los que esta mañana estuvisteis atentos a
la lectura de Tobías en la memoria del bienaventurado Teógenes, escuchasteis
que en el día de Pentecostés se hizo preparar una comida con la intención de
invitar a algunos de los suyos que fuesen dignos de tomar parte con él en la
mesa, porque residía en ellos el temor del Señor. El día de Pentecostés -dijo-
que es el santo entre las semanas (Tb 2,1). En efecto, siete por siete dan
cuarenta y nueve; a esta cifra se añade uno por razón de la unidad, para volver
a la cabeza, puesto que la unidad es la base de toda multiplicidad. Una
multitud, si no está amarrada por la unidad, es pendenciera y pleitista; en
cambio, la multitud que participa de la misma suerte forma un alma sola, como
ocurrió con los que recibieron el Espíritu Santo, según dice la Escritura: Tenían un alma sola y un solo corazón hacia Dios (Hch 4,32). Resultan, pues,
cincuenta, número que encierra el misterio de Pentecostés. ¿Por qué lo celebran
los judíos sino porque era figura de otra cosa? Prestad atención: sabéis -no
hay ningún cristiano que ignore lo que voy a decir- que los judíos matan un
cordero y celebran la pascua, prefigurando la futura pasión del Señor. A ellos
se les mandó también que buscasen un cordero de macho cabrío y oveja (Cf Ex
12,5). ¿Cómo puede encontrarse un cordero nacido de macho cabrío y oveja? Mas
este mandato imposible de cumplir anunciaba una posibilidad futura en la
persona del Señor. Efectivamente, se halló un cordero nacido de macho cabrío y
oveja, puesto que nuestro Señor Jesucristo nació, según la carne, del linaje de
David, teniendo en su origen justos y pecadores. Si consideras las generaciones
que presentan los evangelistas, encontrarás que en la ascendencia del Señor
hubo muchos pecadores y muchos justos. Por eso llamó a aquéllos, es decir, a
los pecadores: porque vino a causa de ellos. Él congrega a su Iglesia formada
de justos y pecadores, mas al reino de los cielos ha de enviar a los justos,
apartando a los pecadores que perseveren en sus pecados y en la maldad. No
obstante, en tal modo vino a cargar con nuestros pecados, que no desdeñó tomar
su origen de pecadores. Muchos misterios hay encerrados en su genealogía. Dios
nos concederá que tengamos tiempo suficiente para exponerlos a vuestra santidad.
Con todo, volvamos ahora a lo que nos habíamos propuesto.
Hablábamos del día de
Pentecostés, y en concreto de por qué celebran los judíos esa fiesta. Ellos
matan un cordero -la muerte del cordero pascual-: igualmente celebramos
nosotros la pascua, en la que el cordero degollado es inmaculado y sin culpa.
Cordero en verdad, de quien dio testimonio Juan al decir: He aquí el cordero de
Dios, he aquí el que quita los pecados del mundo (Jn 1,29); en su pasión
celebramos nosotros la pascua. A los judíos se les dio la ley bajo el signo del
temor; a los cristianos se les ha dado el Espíritu Santo bajo el signo de la
gracia. Ellos, por el temor, no pudieron cumplir la ley, y la misma ley los
hizo culpables. Cinco libros tiene la ley y cinco pórticos rodeaban la piscina
de Salomón; aunque llevaban allí los enfermos, a ninguno podían sanar. A los
cinco pórticos llevaban los enfermos, donde quedaban yaciendo; de idéntica
manera, nadie alcanzaba la curación en los libros. ¿Por qué nadie? Por la
soberbia: pensando que podían cumplir con sus fuerzas lo mandado, no lo
cumplieron. Y estaba contra ellos la ley, ante la que se encuentran culpables
hasta que exclamen, como ya dijimos esta mañana a vuestra santidad: Desdichado
de mí; ¿quién me librará del cuerpo de esta muerte? La gracia de Dios por
Jesucristo nuestro Señor (Rm 7,24-25). La ley, por tanto, descubre su condición culpable;
la gracia los libra de la culpabilidad; la ley amenaza, la gracia acaricia; la
ley tiene a la vista el castigo, la gracia promete el perdón. Sin embargo, es
lo mismo lo que ordena la ley y la gracia, razón por la que se dice que la ley
está escrita con el dedo de Dios. Así lo hallamos en la Escritura.
¿Qué es el dedo de Dios?
Investiguémoslo en el evangelio y lo encontraremos. ¿Qué significa la expresión
«el dedo de Dios»? Dios no tiene la forma corporal que poseemos nosotros, ni ve
por un órgano sí y por otro no, ni está delimitado por la forma de los
miembros; él está entero en todas partes y presente en todo. ¿Qué es, pues, ese
dedo de Dios? El Espíritu Santo. Prestad atención. ¿Cómo lo probamos? Por el
evangelio. A veces sucede que un evangelista dice claramente lo mismo que otro
ha dicho de forma figurada. Hay un lugar en el evangelio en el que los judíos
dijeron del Señor que expulsaba los demonios en nombre de Belcebú. En
respuesta, el Señor les dijo: Si yo expulso los demonios en el dedo de Dios,
con toda certeza ha llegado a vosotros el reino de Dios (Lc 11,20). Otro evangelista
relata lo mismo, cuando dice: Si yo los expulso en el Espíritu Santo, entonces
ha llegado a vosotros el reino de Dios (Mt 12,28). Un evangelista habla del dedo de
Dios, pero otro nos expone lo mismo, mostrándonos que el dedo de Dios es el
Espíritu Santo. No busquemos en Dios dedos de carne, antes bien comprendamos
por qué se llama así al Espíritu Santo. Porque por medio del Espíritu Santo
recibieron los apóstoles la diversidad de los dones. En efecto, los dedos
manifiestan la división de la mano y con ellos se cuenta y se divide. ¿Por qué,
pues, celebran los judíos Pentecostés? ¡Gran misterio, hermanos, y digno de
toda admiración! Si os dais cuenta, a los cincuenta días recibieron la ley
escrita con el dedo de Dios y a los cincuenta vino el Espíritu Santo.
Mas es necesario probarlo
por lo que respecta a la ley, que los judíos recibieron en tablas de piedra
para significar la dureza de su corazón. Con todo, fue escrita por el dedo de
Dios, pues todo lo contenido en ella sigue estando preceptuado para los
cristianos también; pero como dice el Apóstol, ya no en tablas de piedra, sino
en las tablas de carne del corazón (2Co 3,3). La diferencia está, pues, aquí: fue
escrita en sus corazones duros y no se cumplió; la misma, entregada a los
corazones ya creyentes de los cristianos, se volvió fácil y eterna. Así, pues,
el pueblo judío era piedra; en cambio, los corazones de los cristianos eran
tierra fértil, capaz de dar fruto. Según el evangelio, ésta es la razón por la
que el Señor, cuando le presentaron aquella mujer sorprendida en adulterio,
mientras los judíos, de acuerdo con la ley, querían lapidarla, él, dispuesto a
perdonarle su pecado, quería sólo que no pecase más en adelante; por eso dijo a
quienes, al ser ellos de piedra, querían lapidarla: Quien entre vosotros esté
sin pecado, arroje sobre ella la primera piedra (Jn 8,7). Y, luego de decir esto, inclinó
la cabeza y comenzó a escribir en la tierra con el dedo. Ellos, entretanto,
examinando su conciencia, se alejaron uno a uno, comenzando por el mayor hasta
el menor, y quedó la mujer sola. Levantando el Señor su cabeza, le dice: ¿Cómo,
mujer; nadie te ha condenado? Y ella respondió: Nadie, Señor.Y el Señor:
Tampoco yo voy a condenarte; vete y no peques en adelante (Jn 8,10-11). ¿Qué significó
este perdón? La gracia. ¿Y aquella dureza? La ley dada en piedras. He aquí la
razón por la que el Señor escribía con el dedo, pero ya en la tierra, de la que
podía recoger fruto. Nada que se siembre en la piedra, germinará, porque no
puede echar raíces. El dedo de Dios una y otra vez; con el dedo de Dios fue
escrita la ley; el dedo de Dios es el Espíritu Santo.
La ley se promulgó a los
cincuenta días y a los cincuenta días vino el Espíritu Santo. Pero nos habíamos
propuesto demostrar que los judíos recibieron la ley a los cincuenta días, a
partir de la celebración de la Pascua. Sabéis que se les mandó matar el cordero
en el día catorce del primer mes y que celebrasen la pascua. Restan del mes
diecisiete días, contando el día catorce con que comienza la pascua. Llegaron
al desierto, donde les fue entregada la ley, y así dice la Escritura: En el
tercer mes a partir del momento en que el pueblo fue sacado de Egipto (Ex 19,1), habló
el Señor a Moisés para que los que habían de recibir la ley se purificasen para
el tercer día, en que iba a ser dada. Se ordena la purificación, pues, para el
comienzo del tercer mes; en concreto, para el tercer día; y comienza la
pascua... Estad atentos, no sea que los números os despisten y traigan
confusión a vuestro entendimiento. En la medida de nuestras posibilidades y con
el beneplácito de Dios, vamos a explicarlo. Si vuestra atención nos ayuda,
veréis al instante lo que digo; pero, si ella falta, diga lo que diga, por muy
claro que hable, quedará oscuro... Así, pues, se anuncia la pascua para el día
catorce del mes y se ordena una purificación, porque se va a dar en el monte la
ley escrita con el dedo de Dios, dedo de Dios que es el Espíritu Santo. Haced
memoria, pues esto lo hemos probado con el evangelio. Se proclama una
purificación para el día tercero del tercer mes. Al primer mes quítale trece
para comenzar con el catorce, y quedan diecisiete; añádele todo el mes segundo,
y resultan ya cuarenta y siete días; contando hasta el tercer día de la
purificación, tenemos ya los cincuenta días. Los judíos, pues, recibieron la
ley a los cincuenta días: nada hay más claro y nada más evidente.
Pero es cosa dura, es una
carga, un peso pesado. Mas vino el Señor con su gracia y grita: Venid a mí
todos los que estáis fatigados y cargados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo
sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y
hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es suave y mi carga
ligera (Mt 11,28-30). ¿Cómo es suave su yugo? La ley amenaza, él acaricia; la ley dice: «Si
no lo haces, te castigaré»; Cristo dice: «Te perdono cuanto hayas hecho; estáte
atento a no pecar en adelante» (Cf Jn 8,11). Por tanto, su yugo es suave y su carga
ligera. Si nos convertimos en odres nuevos (Cf Mt 9,17) y esperamos vigilantes su gracia,
nos llenará plenamente el Espíritu Santo, y con el Espíritu Santo existirá en
nosotros la caridad; el vino nuevo nos pondrá en ebullición y su cáliz embriagador
y extraordinario (Cf Sal 22,5) nos dejará ebrios, hasta el punto de olvidarnos de todo lo
mundano que nos tenía atados, como se olvidaron los mártires al ir al martirio.
Se olvidaron de sus hijos y mujeres; de sus padres que cubrían de ceniza sus
cabezas, y de sus madres, que les presentaban sus pechos, echándoles en cara la
leche que les dieron y negándose a comer; se olvidaron de todo, hasta el punto
de no reconocer a los suyos. ¿Por qué te extrañas de que el mártir no reconozca
a los suyos? Es un borracho. Borracho ¿de qué? De amor. ¿De dónde procede el
amor? Del dedo de Dios, del Espíritu Santo, de quien vino el día de
Pentecostés.
¿Cómo probamos que la
caridad proviene del Espíritu Santo y que hace cumplir la ley? Con estas
palabras del Apóstol: La plenitud de la ley es la caridad (Rm 13,10b), y con estas otras:
El amor al prójimo no obra el mal (Rm 13,10a). Pues «no adulterarás, no robarás, no
matarás, no desearás lo ajeno» y cualquier otro mandamiento se resumen en esta
fórmula: amarás a tu prójimo como a ti mismo (Rm 13,9), dado que la caridad hace
cumplir la ley. Pero ¿cómo probamos que la caridad proviene del Espíritu Santo?
Escucha decir al Apóstol: nos gloriamos en las tribulaciones (Rm 5,3). Las
tribulaciones obligaban a los judíos a cumplir la ley, pero no podían; a los
cristianos, en vez de apartarlos de la ley, las tribulaciones los hacen correr
más hacia ella. Ved lo que estoy diciendo, hermanos. A cualquier judío que
sacrificase a los ídolos se le penaba con la lapidación o la crucifixión; mas
como el temor los oprimía, el amor no los poseía: no temían porque les vencía
la codicia, e iban tras los ídolos, a lo que tenían asociada la cruz, la
amenaza inminente de la lapidación y de la muerte, y ni estos castigos los
retraían de ello. Luego, como llegó el amor y el temor, se abrió paso la
caridad. Se anunció el evangelio a los gentiles; comenzaron a amenazarles con
la hoguera, con la cruz o con las fieras para que sacrificasen a los ídolos,
pero sufrían todos los tormentos con que los emperadores les amenazaban y les
infligían y ni aun así se inclinó su corazón a los ídolos. Los tormentos que no
conseguían apartar a los judíos de los ídolos eran incapaces de forzar a los
cristianos a adorarlos, porque ya estaba presente la caridad donada por el
Espíritu Santo. Sino que hasta nos gloriamos -dice el Apóstol- en las
tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la prueba -queremos probar
que la caridad que hace cumplir la ley proviene del Espíritu Santo-, pues la
tribulación engendra la paciencia; la paciencia, la prueba; la prueba, la
esperanza; mas la esperanza no veja, porque la caridad de Dios ha sido
derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rm 5,3-5).
Así, pues, hermanos,
celebremos el aniversario de la venida del Espíritu Santo, pero el Espíritu
Santo debemos tenerlo a diario en nuestro corazón. No pensemos que esa
festividad debe limitarse a este día, excluidos los demás; no la celebremos en
una única fecha, sino en todo tiempo para que, cuando, en su día, llegue el
Señor (Cf 1Co 5,2; 2P 3,10), no nos encuentre réprobos (1Co 9,27), sino probados, de modo que conduzca a la
herencia eterna a los que dio tal garantía (Cf 2Co 1,22). Pues Cristo se desposó con su
Iglesia, y le envió el Espíritu Santo. Este Espíritu se lo dio como alianza.
Quien le dio la alianza le ha de dar la inmortalidad en el descanso. Amémosle a
él, esperemos en él, creamos en él.
Mañana venid un poco antes
para cantar los himnos a Dios. Algunos se embriagan con el vino de la vid
terrena, causa de libertinaje; embriaguémonos también nosotros con los cantos a
Dios. Alabando a Dios con cánticos salvíficos (Cf Ef 5,18-19), olvidemos de una vez la tierra
para merecer ser elevados de la tierra al cielo, otorgándonoslo nuestro Señor
Jesucristo que vive y reina con Dios
Sermón 272B
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