martes, 5 de mayo de 2015

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De la mano de San Agustín (4)

Desprecio de la dádiva del Señor

Permíteme, Señor, que diga también algo de mi ingenio, don tuyo, y de los delirios en que lo empleaba. Se me proponía como asunto —cosa muy inquietante para mi alma, así por el premio de la alabanza o deshonra como por el temor a los azotes— que dijese las palabras de la diosa Juno, airada y dolorida por no poder «alejar de Italia al rey de los Teucros», que jamás había oído yo que Juno las dijera. Pero se nos obligaba a seguir los pasos errados de las ficciones poéticas y a decir algo en prosa de lo que el poeta había dicho en verso, diciéndolo más elogiosamente aquel que, conforme a la dignidad de la persona representada, sabía pintar con más viveza y similitud y revestir con palabras más apropiadas los afectos de ira o dolor de aquélla.

Pero de qué me servía, ¡oh vida verdadera, Dios mío!, ¿de qué me servía que yo fuera aplaudido más que todos mis coetáneos y condiscípulos? ¿No era todo aquello humo y viento? ¿Acaso no había otra cosa en que ejercitar mi ingenio y mi lengua? Tus alabanzas, Señor, tus alabanzas, contenidas en tus Escrituras, debieran haber suspendido el pámpano de mi corazón, y no hubiera sido arrebatado por la vanidad de unas bagatelas, víctima de las aves. Porque no es de un solo modo como se sacrifica a los ángeles transgresores.
Conf. 1, 17.27

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