viernes, 3 de julio de 2015

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De la mano de San Agustín (3)

Confieso tus misericordias
  ¡Dios mío!, que yo te recuerde en acción de gracias y confiese tus misericordias sobre mí (Is 63,7) Que mis huesos se empapen de tu amor y digan. Señor, ¿quién semejante a ti? ( Sal 34,10) Rompiste mis ataduras; te ofreceré un sacrificio de alabanza (Sal 115, 16). Contaré cómo las rompiste, y todos los que te adoran dirán cuando lo oigan: Bendito sea el Señor en el cielo y en la tierra; grande y admirable es el nombre suyo (Dn 3,52).

Tus palabras, Señor, se habían pegado a mis entrañas y por todas partes me veía cercado por ti. Cierto estaba de tu vida eterna, aunque no la viera más que en enigma y como en espejo (1Co 13,12), y así no tenía ya la menor duda sobre la sustancia incorruptible, por proceder de ella toda sustancia; ni lo que deseaba era estar más cierto de ti, sino más estable en ti.

En cuanto a mi vida temporal, todo eran vacilaciones, y debía purificar mi corazón de la vieja levadura, y hasta me agradaba el camino —el Salvador mismo—; pero tenía pereza de caminar por sus estrecheces.

Tú me inspiraste entonces la idea —que me pareció excelente— de dirigirme a Simpliciano, que aparecía a mis ojos como un buen siervo tuyo y en el que brillaba tu gracia. Había oído también de él que desde su juventud vivía devotísimamente, y como entonces era ya anciano, me parecía que en edad tan larga, empleada en el estudio de tu vida, estaría muy experimentado y muy instruido en muchas cosas, y verdaderamente así era. Por eso quería yo conferenciar con él mis inquietudes, para que me indicase qué método de vida sería el más a propósito en aquel estado de ánimo en que yo me encontraba para caminar por tu senda.

 Porque veía yo la Iglesia llena [de fieles] y que uno iba por un camino y otro por otro.  En cuanto a mí, me disgustaba lo que hacía en el siglo y me era ya carga pesadísima, no encendiéndome ya, como solían, los apetitos carnales, con la esperanza de honores y riquezas, a soportar servidumbre tan pesada; porque ninguna de estas cosas me deleitaba ya en comparación de tu dulzura y de la hermosura de tu casa, que ya amaba (Sal 25,8); pero me sentía todavía fuertemente ligado a la mujer; y como el Apóstol no me prohibía casarme, bien que me exhortara a seguir lo mejor al desear vivísimamente que todos los hombres fueran como él, yo, como más flaco, escogía el partido más fácil, y por esta causa me volvía tardo en las demás cosas y me consumía con agotadores cuidados por verme obligado a reconocer en aquellas cosas que yo no quería padecer algo inherente a la vida conyugal, a la cual entregado me sentía ligado.

Había oído de boca de la Verdad que hay eunucos que se han mutilado a sí mismos por el reino de los cielos, bien que añadió que lo haga quien pueda hacerlo (Mt 19,12). Vanos son ciertamente todos los hombres en quienes no existe la ciencia de Dios, y que por las cosas que se ven, no pudieron hallar al que es (Sab 13,1). Pero ya había salido de aquella vanidad y la había traspasado, y por el testimonio de la creación entera te había hallado a ti, Creador nuestro, y a tu Verbo, Dios en ti y contigo un solo Dios, por quien creaste todas las cosas.

Otro género de impíos hay: el de los que, conociendo a Dios, no le glorificaron como a tal o le dieron gracias (Rm 1,21). También había caído yo en él; pero tu diestra me recibió y sacó de él y me puso en lugar en que pudiera convalecer, porque tú has dicho al hombre: He aquí que la piedad es la sabiduría (Jb 28,28) y No quieras parecer sabio (Pr 3,7), porque los que se dicen ser sabios son vueltos necios (Rm 1,22).

Ya había hallado yo, finalmente, la margarita preciosa, que debía comprar con la venta de todo lo que tenía (Mt 13,46). Pero vacilaba.
Conf. VIII, I, 2


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