jueves, 2 de julio de 2015

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De la mano de San Agustín (2)

El Señor y la tempestad incompatibles

Sin embargo, hermanos, la barca no sufre graves sacudidas, a no ser cuando se ausenta el Señor. Quien está dentro de la Iglesia ¿tiene ausente al Señor? ¿Cuándo tiene ausente al Señor? Cuando le vence alguna apetencia indebida. Pues así se entiende lo dicho en forma figurada en cierto pasaje de la Escritura: Que el sol no se ponga sobre vuestra cólera; ni deis lugar al diablo (Ef 4,26-27). No se entiende de este sol, que tiene la supremacía entre los cuerpos celestes visibles y que podemos ver en común tanto nosotros como las bestias, sino de la luz que no ven sino los corazones puros de los fieles, según está escrito: Era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,9). Pues esta luz del sol visible ilumina también a las bestias más pequeñas y efímeras. Luz verdadera es, por consiguiente, la justicia y la sabiduría, que deja de ver el espíritu cuando queda como cubierto con un velo por la turbación que produce la cólera. Y entonces sucede como si se pusiera el sol sobre la iracundia del hombre. Así en esta nave, cuando Cristo está ausente, cada cual es sacudido por sus tempestades: sus iniquidades y apetencias perversas. La Ley, por ejemplo, te dice: No levantes falso testimonio (Ex 20,16; Dt 5,20). Si adviertes que el testimonio es verídico, tienes luz en el espíritu; pero si, vencido por la codicia de un torpe lucro, decides ofrecer un testimonio falso, ya comienza a sacudirte la tempestad, al haberse ausentado Cristo. Fluctuarás en el oleaje de tu avaricia, peligrarás en medio de la tempestad de tus concupiscencias y quedarás casi sumergido por la ausencia de Cristo.

¡Cuánto hay que temer que la nave se salga de su ruta y mire atrás! Eso acontece cuando, abandonada la esperanza de los premios celestes, alguien, bajo el impulso de un deseo ilícito, se vuelve hacia las cosas visibles y efímeras. En efecto, quien se ve sacudido por las tentaciones de sus liviandades y, no obstante, dirige su mirada hacia las realidades interiores, no ha llegado a perder la esperanza, si suplica perdón para sus pecados y se centra en superar y atravesar el mar bravío y enfurecido. En cambio, quien desvía la ruta de sí mismo hasta decir en su corazón: «Dios no me ve, pues no piensa en mí, ni se preocupa de si peco», ese vuelve la proa, se deja arrastrar por la tormenta y es devuelto al punto de partida. Porque son muchos los pensamientos que hay en el corazón humano, y la barca, al estar ausente Cristo, sufre la sacudida del oleaje de este mundo y de las muchas tempestades.
Sermón 75, 5, 6

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