viernes, 10 de julio de 2015

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De la mano de San Agustín (9)

 Tu Sacrificio al  Señor

Reconozco -dice- mi delito (Sal 50,5). Si lo reconozco yo, perdónalo tú. Vivamos santamente y, aun viviendo santamente, no presumamos en absoluto de carecer de pecado. Que la alabanza de la vida sea tal que reclame el perdón. En cambio, los hombres sin esperanza, cuanto menos atentos están a reconocer sus pecados, tanto más curiosos son respecto de los ajenos. No buscan tanto qué pueden corregir sino de qué murmurar, y como no pueden excusarse a sí mismos, se muestran dispuestos a acusar a los demás. No fue ese el ejemplo de oración y de satisfacción a Dios que nos dejó el salmista, al decir: Porque yo reconozco mi delito, y mi pecado está siempre ante mí  (Ibid). El salmista no se ocupaba de los pecados ajenos; se convocaba a sí mismo ante sí; no se pasaba la mano, sino que penetraba en su interior y descendía hasta lo más profundo de sí. No tenía contemplaciones consigo y, por eso, no se mostraba desvergonzado al pedir que se le perdonase. El pecado, hermanos, no puede quedar impune; sería una injusticia. Sin duda alguna ha de ser castigado. Esto es lo que te dice tu Dios: «El pecado debe ser castigado o por ti o por mí». El pecado lo castiga o el hombre cuando se arrepiente, o Dios cuando lo juzga; o lo castigas tú sin ti o Dios contigo. Pues ¿qué es el arrepentimiento, sino la ira contra uno mismo? El que se arrepiente se aíra contra sí mismo. En efecto, salvo el caso de que sea ficticio, ¿de dónde proceden los golpes de pecho? ¿Por qué te hieres si no estás arrepentido? Así, pues, cuando golpeas tu pecho, te aíras con tu corazón para satisfacer a tu Señor. De ese modo puede entenderse también lo que está escrito: Airaos y no pequéis (Sal 4,5). Aírate por haber pecado y, dado que te castigas a ti mismo, no peques más. Despierta tu corazón con el arrepentimiento, y ello será un sacrificio a Dios (Cf Sal 50,19).

¿Quieres aplacar a Dios? Mira lo que haces contigo a fin de que Dios te agrade. Presta atención al mismo salmo, pues en él se lee: Porque si hubieses querido un sacrificio, sin duda te lo habría ofrecido; pero no te deleitarás en holocaustos (Sal 50,18). Entonces ¿renunciarás a todo sacrificio? ¿No has de ofrecer nada a Dios? ¿No has de aplacarle con alguna ofrenda? ¿Qué has dicho? Porque si hubieras querido un sacrificio, sin duda te lo habría ofrecido; pero no te deleitarás en holocaustos. Continúa leyendo, escucha y di: Sacrificio para Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado Dios no lo desprecias (Sal 50,19). Desechadas las cosas que antes le ofrecías, has encontrado qué ofrecerle. En la época de los patriarcas ofrecías víctimas animales, y las llamabas sacrificios. Porque si hubieras querido un sacrificio, sin duda te lo habría ofrecido (Sal 50,18). Luego no buscas aquellos sacrificios y, no obstante, buscas un sacrificio. Tu pueblo te dice: ¿qué he de ofrecerle yo, que ya no le ofrezco lo que antes le ofrecía? Pues se trata del mismo pueblo en que unos mueren y otros nacen. Han cambiado los ritos, pero no la fe. Han cambiado los ritos con los que se simbolizaba algo, pero no lo significado. El carnero, el cordero, el becerro, el macho cabrío: todo ello es Cristo. El carnero porque conduce al rebaño: fue encontrado entre las zarzas cuando el patriarca Abrahán recibió la orden de perdonar a su hijo, sin por ello abandonar el lugar antes de haber ofrecido el sacrificio (Cf Gn 22, 13.12). Tanto Isaac como el carnero son Cristo. Isaac llevaba la leña para sí (Cf Gn 22,6): Cristo llevaba su propia cruz (Cf Jn 19,17). El carnero fue sacrificado en lugar de Isaac, pero Cristo no fue sustituido por otro Cristo. Pero tanto en Isaac como en el carnero estaba simbolizado Cristo. El carnero estaba sujeto por sus cuernos en la zarza (Cf Gn 22,13): pregunta a los judíos con qué coronaron al Señor (Cf Mt 27,29; Mc 15,17; Jn 19,2). Cristo es también cordero: He aquí el cordero de Dios, el que quita los pecados del mundo (Jn 1,29). El becerro es Cristo: contempla los cuernos de la cruz. Es macho cabrío, en virtud de su semejanza con la carne de pecado (Cf Rm 8,3). Todas estas cosas estaban veladas hasta que amaneció el día y desaparecieron las sombras (Cf Ct 2,17). Por tanto, también los patriarcas antiguos creyeron en el mismo Cristo el Señor: no sólo que es la Palabra, sino también que, en cuanto hombre, Cristo Jesús es el mediador entre Dios y los hombres (1Tm 2,5), y nos transmitieron esa misma fe anunciándola y profetizándola. De ahí que diga el Apóstol: Teniendo el mismo espíritu de fe, conforme a lo que está escrito: creí y por eso he hablado (Sal 115,10; 2Co 4,13). Teniendo el mismo espíritu que tuvieron también los que escribieron: Creí, por eso he hablado. Teniendo, pues -dice-, el mismo espíritu de fe por el cual escribieron los antiguos: Creí, por eso he hablado, también nosotros hemos creído y por eso hablamos. Así, pues, cuando el santo David decía: Porque si hubieras querido un sacrificio, sin duda te lo hubiera ofrecido, pero no te deleitarás en holocaustos (Sal 50,18), se ofrecían a Dios sacrificios que ahora no se le ofrecen. De ahí que, cuando cantaba este salmo, estaba haciendo una profecía, desechaba las realidades entonces presentes y preanunciaba otras futuras. No te deleitarás -dice- en holocaustos. Entonces, cuando ya no te deleites en holocaustos, ¿quedarás sin un sacrificio? De ninguna manera. Sacrificio para Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias (Sal 50,19). Tienes ya qué ofrecer. No eches la vista a tu rebaño ni prepares navíos, ni te traslades hasta las provincias más lejanas para traer aromas. Busca en el interior de tu corazón lo que es agradable a Dios. Haya contrición en tu corazón. ¿Por qué temes que perezca un corazón contrito? Tienes en el salmo: ¡Oh Dios!, crea en mí un corazón puro (Sal 50,12). Para crear el corazón puro hay que destruir el corazón impuro.
Sermón 19, 2-3

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