viernes, 7 de agosto de 2015

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De la mano de San Agustín (5) La Iglesia, fortaleza y refugio

Demos fin ya de una vez al sermón. Hermanos míos, os exhorto y os suplico, por el Señor y su mansedumbre, a que viváis bien y en paz; permitid que las autoridades cumplan pacíficamente con lo que es de su incumbencia, pues han de rendir cuentas a Dios y a sus superiores. Cuando tengáis que solicitar alguna cosa, solicitadla con respeto y sin alboroto. No os mezcléis con quienes obran mal y se muestran crueles de forma desgraciada y sin control. No debéis hallaros presentes en tales hechos, ni siquiera como espectadores; al contrario, en cuanto os sea posible, cada uno en su propia casa y en su contorno amoneste, convenza, enseñe y corrija a aquel a quien le unen lazos de parentesco o de amistad. Alejadlos de tales males incluso con amenazas, para que llegue el momento en que Dios se compadezca, ponga fin a los males humanos y no nos trate según merecen nuestros pecados ni nos retribuya según nuestras maldades, antes bien aleje de nosotros nuestros pecados tanto cuanto dista el oriente del occidente. El nos libre por el honor de su nombre y se muestre propicio con nuestras culpas para que no digan los gentiles: «¿Dónde está tu Dios?» (Sal 72,9-10)

Hermanos, por aquellos que se refugian en la fortaleza de la madre Iglesia, por nuestro refugio común, no seáis perezosos ni holgazanes para visitar con frecuencia a vuestra madre. No os alejéis de la Iglesia. Le preocupa el que una multitud alborotada se atreva a hacer algo. Por lo demás, y en cuanto se refiere a las autoridades, sabed que hay leyes promulgadas por los emperadores cristianos en el nombre de Dios que la protegen con suficiencia y hasta abundantemente y que dichas autoridades parecen ser tales que no se atreverán a actuar contra su madre, lo que les acarrearía el reproche de los hombres y el juicio de Dios. Eso está lejos de su intención; ni creo que puedan hacerlo ni veo que lo hagan. Mas para que la multitud alborotada no ose hacer nada, debéis acudir a la madre Iglesia, puesto que, como dije, no es refugio para uno o dos hombres, sino para todos. Quien no tiene nada pendiente con la justicia, tema el llegar a tenerlo. Lo digo a vuestra caridad: hasta los malvados buscan refugio en la Iglesia huyendo de la presencia de los justos, y también los justos que huyen de la presencia de los malvados. A veces, hasta los malvados huyendo de otros malvados. Hay tres clases de fugitivos: los buenos nunca huyen de los buenos; solamente los justos no huyen de los justos. Huyen o bien los injustos de los justos, o bien los justos de los injustos, o también los injustos de los injustos. Mas, si quisiéramos hacer distinciones y sacar de la iglesia a quien obra mal, no tendrían dónde esconderse los que obran el bien; si quisiéramos permitir que fuesen sacados todos los culpables, no tendrían adonde huir los inocentes. Es preferible, pues, que la Iglesia proteja a los culpables antes que sean sacados de ella los inocentes. Quedaos con estas cosas, para que, como dije, sea temida vuestra asistencia, no vuestra crueldad.
Sermón 302, 21

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