lunes, 30 de noviembre de 2015

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De la mano de San Agustín (21): Dios escogió a los pecadores e ignorantes- 1-


 El comienzo de una vida santa, merecedora de la vida eterna, es la verdadera fe. La fe consiste en creer lo que aún no ves, y su recompensa es ver lo que crees. No desfallezcamos en el tiempo de la fe, cual tiempo de siembra; no desfallezcamos, sino que perseveremos hasta recoger lo sembrado (Cf Ga 6,90). Estando alejado de Dios el género humano y sumido en sus delitos, necesitábamos un Salvador para revivir, como habíamos necesitado un Creador para existir. La justicia de Dios condenó al hombre, y su misericordia le libera. El Dios de Israel, él mismo dará poder y fortaleza a su pueblo. Bendito sea Dios  (Sal 67,36). Pero eso lo reciben los que creen, no quienes lo desprecian.

Ni siquiera de la fe hemos de gloriarnos, como si dependiese de nosotros. La fe no es algo insignificante, sino algo grandioso; si la tienes, ciertamente la recibiste. Pues ¿qué tienes que no hayas recibido  (1Co 4,7)? Ved, amadísimos, un motivo para dar gracias al Señor Dios, para no mostraros ingratos en cualquier don suyo, perdiendo, por eso mismo, lo recibido. Personalmente no estoy capacitado en absoluto para ofrecer una alabanza de la fe, pero los que la poseen pueden hacerse una idea. 

Ahora bien, si se la considera como merece, aunque sea parcialmente, ¿quién pensará debidamente cuánto hay que preferirla a muchos otros dones de Dios? Y si debemos reconocer en nosotros los dones menores de Dios, ¿cuánto más debemos reconocer al que a los supera a todos?

 A Dios le debemos el ser lo que somos. El ser algo, ¿a quién se lo debemos sino a Dios? Existen también los maderos y las piedras; ¿a quién deben el ser sino a Dio? ¿Qué somos nosotros de más? Los maderos y las piedras no tienen vida; nosotros, en cambio, sí. Sin embargo, el mismo hecho de vivir lo tenemos en común con los árboles y arbustos, pues se dice que también las vides viven. Pues, si no viviesen, no estaría escrito: Dio muerte a sus viñas con el granizo  (Sal 77,47). Cuando está verde, vive el árbol; cuando se seca, está muerto. Pero esta vida carece de sensibilidad. ¿Qué tenemos nosotros de más? Que sentimos. Conocemos los cinco sentidos del cuerpo: vemos, oímos, olemos, gustamos y, mediante el tacto, esparcido por todo el cuerpo, distinguimos lo duro de lo blando, lo áspero de lo suave, lo caliente de lo frío. Existen, por lo tanto, cinco sentidos en nosotros, pero también los animales los tienen. Nosotros tenemos, pues, algo más. Pero, hermanos míos, con sólo considerar estas cosas que hemos enumerado, ¿cuánta acción de gracias, cuánta alabanza no debemos al Creador? Con todo, ¿qué tenemos nosotros de más? La mente, la razón, el discernimiento; esto no lo tienen las bestias, ni los pájaros, ni los peces. Gracias a ello, somos imagen de Dios (Cf Gn 1,27). Además, donde la Escritura narra nuestra creación, para no sólo anteponernos a los animales, sino para ponernos también por encima de ellos, es decir, para sometérnoslos, añade: Hagamos -dice- al hombre a nuestra imagen y semejanza, y tenga poder sobre los peces del mar, las aves del cielo y todas las bestias y serpientes que reptan sobre la tierra  (Gn 1,26). ¿De dónde le viene tal poder? De ser imagen de Dios. De aquí que se diga a algunos como un reproche: No seáis como el caballo y el mulo, que no tienen inteligencia  (Sal 31,9). Pero una cosa es la inteligencia y otra la razón. La razón la tenemos aun antes de entender; por el contrario, no podemos entender si no tenemos razón. Por ello, el hombre un animal capaz de razón; para decirlo de forma más clara y rápida: un animal racional de cuya naturaleza forma parte la razón; antes de entender posee la razón. Pues si quiere entender es porque le precede la razón.

 Esto que nos hace superiores a las bestias debemos cultivarlo con máximo esmero, esculpirlo de nuevo en cierto modo y reformarlo. Pero ¿quién podrá hacerlo, sino el artífice que lo formó? Nosotros pudimos deformar en nosotros la imagen de Dios; reformarla, no podemos. Resumiendo brevemente lo dicho, tenemos existencia como los maderos y piedras, vida como los árboles, sentidos como las bestias e inteligencia como los ángeles. Con los ojos distinguimos los colores, con los oídos los sonidos, con las narices los olores, con el gusto los sabores, con el tacto los calores, con el entendimiento las acciones. Fíjate. Todo hombre quiere entender; no existe nadie que no lo quiera; pero no todos quieren creer. Me dice alguien: «Tengo que entender para creer». Le respondo: «Cree para entender». Habiendo, pues, surgido entre nosotros una especie de controversia al respecto, en modo que él me dice: «Tengo que entender para creer » y yo le respondo: «Más bien, cree para entender», llevemos el pleito al juez; ninguno de nosotros adelante el fallo a favor de su posición. ¿Qué juez podemos encontrar? Examinados uno a uno todos los hombres, no sé si podremos encontrar otro juez mejor que un hombre mediante el cual habla Dios. No recurramos, pues, en esta controversia y en este asunto a los autores profanos; no sea el poeta quien juzgue entre nosotros, sino el profeta.

Estando el bienaventurado apóstol Pedro con otros dos discípulos del Señor, Santiago y Juan, en el monte en compañía del mismo Señor, oyó una voz procedente del cielo: Ese es mi hijo amado, en quien me he complacido. Escuchadle  (Mt 17,5; 2P 1,17). Encareciendo esto, el mencionado apóstol dijo en su carta: Nosotros oímos esta voz, venida del cielo, cuando estábamos con él en el monte 9. Y después de haber dicho: Nosotros oímos esta voz venida del cielo, añadió: Pero tenemos una palabra más segura, la de los profetas  (2P 1,19). Aquella voz sonó desde el cielo, pero la palabra profética es más segura. 

Prestad atención, amadísimos; quiera Dios ayudar mi voluntad y vuestra expectación, para que pueda decir lo que quiero y como lo quiero. ¿Quién de nosotros no se maravilla de que el apóstol haya dicho que la palabra profética es más segura que la voz venida del cielo? Dijo que era más segura, no mejor ni más verdadera. Pues tan verdadera es la palabra venida del cielo como la proferida por los profetas, tan buena y tan útil. ¿Qué significa, entonces, más segura, sino que en ella se encuentra más seguro el oyente? ¿Por qué esto? Porque existen hombres incrédulos que devalúan tanto a Cristo, que afirman que hizo todo lo que hizo sirviéndose de artes mágicas. Tales incrédulos, sirviéndose de conjeturas humanas e ilícitas curiosidades, podrían atribuir la voz del cielo a artes mágicas. Los profetas, en cambio, fueron anteriores no sólo a aquella voz, sino también a la carne de Cristo. Aún no existía Cristo como hombre cuando envió a los profetas. Quien dice que fue un mago y que mediante sus artes hizo que fuese adorado después de muerto, piense si era mago ya antes de haber nacido. He aquí por qué el apóstol Pedro dice: Tenemos una palabra más segura, la de los profetas. Existe, pues, la voz del cielo para exhortar a los creyentes y la palabra profética para convencer a los incrédulos. Hemos comprendido, amadísimos, a lo menos así me parece, por qué dijo el apóstol Pedro: Tenemos una palabra más segura, la de los profetas  (2P 1,19), aun después de oída la voz del cielo.
Sermón 43, 1-5

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  1. Unknown dijo... 30 de noviembre de 2015, 1:39

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