viernes, 28 de octubre de 2016

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De la mano de San Agustín (7): La libertad de Cristo liberador

Aquél, pues, sentía que él era ya libre en la parte superior; por ende decía: Según el hombre interior me complazco en la ley de Dios. Me deleita la Ley, me deleita lo que manda la Ley, me deleita la justicia misma. Veo empero en mis miembros otra ley —ésta es la debilidad que quedó—, que se opone a la ley de mi mente y me cautiva en la ley del pecado, la cual está en mis miembros (Rm 7,22-23). En virtud de esta parte donde la justicia no está cumplida, experimenta la cautividad porque, donde se complace en la ley de Dios, es no cautivo, sino amigo de la Ley y libre precisamente por ser amigo. ¿Qué, pues, haremos en virtud de lo que queda? ¿Qué, sino mirar hacia el que dijo: Si el Hijo os liberare, entonces seréis verdaderamente libres (Jn 8,36)? Por eso, también el mismo que hablaba miró hacia aquél: ¡Hombre infeliz yo! ¿Quién me librará, pregunta, del cuerpo de esta muerte? La gracia de Dios mediante Jesucristo, Señor nuestro. Si, pues, el Hijo os liberare, entonces seréis verdaderamente libres. Finalmente concluyó así: Por eso, yo mismo sirvo con la mente a la ley de Dios, pero con la carne a la ley del pecado (Rm 7,24-25). Yo mismo, afirma, pues no somos dos contrarios entre nosotros, procedentes de diversos principios, sino que yo mismo sirvo con la mente a la ley de Dios, pero con la carne a la ley del pecado, mientras la enfermedad lucha contra la salud.

Pero, si con la carne sirves a la ley del pecado, haz lo que asevera el Apóstol mismo: No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal para obedecer sus deseos, ni presentéis al pecado vuestros miembros como armas de iniquidad (Rm 6,12-13). No asevera «no haya», sino no reine. Mientras es necesario que en tus miembros haya pecado, al menos quítesele el reino, no se haga lo que manda. ¿Surge la ira? No des la lengua a la ira para maldecir, no des la mano o el pie a la ira para herir. No surgiría esa ira irracional si en los miembros no existiera el pecado; pero quita tú de ahí el reino, no tenga armas con que luche contra ti; cuando comenzare a no hallar armas aprenderá también a no surgir. No presentéis al pecado vuestros miembros como armas de iniquidad; en caso contrario, enteros seréis cautivos y no habrá cómo decir: Con la mente sirvo a la ley de Dios (Rm 7,25). Si, en efecto, la mente agarra las armas, los miembros no se mueven al servicio del enloquecido pecado. Defienda la ciudadela el emperador interior, porque para ser ayudado está allí a las órdenes del Emperador Mayor; frene la ira, reprima la concupiscencia. Sin embargo, dentro sigue habiendo algo que sea frenado, dentro sigue habiendo algo que sea reprimido, dentro sigue habiendo algo que sea impedido.

Por otra parte, al servir con la mente a la ley de Dios, aquel justo ¿qué quería sino que no hubiese en absoluto algo que fuese frenado? Todo el que tiende a la perfección debe también intentar esto: que en él, al progresar cotidianamente, se disminuya aun la concupiscencia misma a la que no se dan los miembros para obedecerle. Querer, afirma, está cerca de mí; en cambio, hacer completamente el bien, no (Rm 7,18). ¿Acaso ha dicho «no está cerca de mí hacer el bien»? Si hubiera dicho esto, no habría ninguna esperanza. No asevera «no está cerca de mí hacer», sino no está cerca de mí hacerlo completamente. ¿Cuál es, en efecto, la perfección del bien, sino la consunción y final del mal? Ahora bien, ¿cuál es la consunción del mal, sino lo que la Ley dice: No codiciarás (Ex 20,17; Rom 7,7)?. No codiciar en absoluto es la perfección del bien porque es la consunción del mal. Aquél decía esto: No está cerca de mí hacer completamente el bien, porque no podía hacer no codiciar; hacía sólo refrenar la concupiscencia, no consentir con la concupiscencia y no ofrecer a la concupiscencia los miembros para escolta. Hacer, pues, completamente el bien, afirma, no está cerca de mí; no puedo cumplir lo que está dicho: No codiciarás. ¿Qué es, pues, preciso? Que cumplas esto: No vayas tras tus concupiscencias. Entre tanto, mientras en tu carne están dentro las ilícitas concupiscencias, ocúpate de esto: No vayas tras tus concupiscencias (Si 18,30). Permanece en la esclavitud de Dios, en la libertad de Cristo; con la mente sirve a la ley de tu Dios. No te des a tus concupiscencias. Siguiéndolas les añades fuerzas; dándoles fuerzas, ¿cómo vencerás, cuando con tus fuerzas nutres contra ti a enemigos?

Por tanto, esta libertad, plena y perfecta en ese Señor Jesús que dijo: «Si el Hijo os liberare, entonces seréis verdaderamente libres», ¿cuándo será libertad plena y perfecta? Cuando las enemistades sean nulas, cuando sea destruida la muerte, última enemiga. Es preciso, en efecto, que esto corruptible se vista de incorrupción, y que esto mortal se vista de inmortalidad; ahora bien, cuando esto mortal se haya vestido la inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: La muerte fue absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu contienda (1Co 15,26 53-55)? ¿Qué significa «¿Dónde está, muerte, tu contienda? La carne deseaba contra el espíritu, y el espíritu contra la carne (Ga 5,17), pero cuando estaba lozana la carne de pecado. ¿Dónde está, muerte, tu contienda? En lo sucesivo viviremos, en lo sucesivo no moriremos, en el que por nosotros murió y resucitó para que, quienes viven, afirma, en lo sucesivo vivan no para sí, sino para ese que por ellos mismos murió y resucitó (2Co 5,15).

Maltrechos, roguemos al Médico, seamos llevados a la posada para ser curados. Quien, en efecto, ha prometido la salud es el que se compadeció del dejado medio vivo en el camino por los bandoleros; derramó aceite y vino, curó las heridas, lo levantó hasta el jumento, lo condujo a la posada, lo encomendó al posadero. ¿A qué posadero? Quizá al que dijo: Desempeñamos una embajada en lugar de Cristo (2Co 5,20). También dio dos monedas, para gastarlas en curar al herido (Cf Lc 10,30-35); quizá esos mismos son los dos preceptos en que se basan la Ley entera y los Profetas (Cf Mt 22,37-40). También, pues, hermanos, la Iglesia, en que el maltrecho es sanado durante este tiempo, es posada de caminante; pero esa Iglesia misma tiene arriba la heredad del propietario.
Tratado al Ev. Jn. 41, 11-13

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