martes, 29 de noviembre de 2016

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De la mano de San Agustín (11): La sabiduría de Dios encarnada es el mejor camino para hallar la religión

Por lo cual, aunque no estoy en condiciones de poderte instruir, sin embargo, insisto en aconsejarte que, puesto que son muchos los que desean ser tenidos por sabios y no es fácil conocer si lo son, pidas al Dios con toda atención, con toda el alma, con gemidos y, si fuera posible, con lágrimas, qué te libre de mal tan grande como es el error, si es que tienes en verdadera estima la vida feliz. Te será más fácil si obedeces gustoso los preceptos divinos, confirmados por autoridad tan importante como la de la Iglesia católica. Dios es la verdad; nadie puede en modo alguno ser sabio sin llegar a poseer la verdad; luego si el sabio está tan unido en espíritu a Dios que no puede haber entre ambos nada que los separe, no se puede negar que entre la necedad del hombre y la purísima verdad divina está como punto intermedio la sabiduría humana. El sabio, en cuanto lo permite la capacidad humana, imita a Dios; en cambio, el hombre ignorante, para que la imitación en él sea fructífera, no tiene otro modelo tan cercano como el sabio. Pero como, según se dijo antes, al ignorante le resulta difícil la aprehensión por medio de la razón, convenía que a sus ojos se ofrecieran algunos milagros -los ignorantes se sirven mejor de los ojos que de la razón- para que, con la previa purificación de su vida y de sus costumbres bajo la dirección de los hombres doctos, se dispusieran para aceptar la razón. Si era el hombre modelo que hay que imitar, pero sin poner en él la esperanza, ¿pudo, la divina bondad mostrarse más liberal que dignándose tomar la pura, eterna, inmutable Sabiduría de Dios, a la que es necesario que estemos unidos, la forma de hombre, ofreciéndonos en su vida estímulos para seguir en pos de El, y sometiéndose también como víctima a los castigos que nos desalientan para seguirles? Porque si es imposible llegar hasta el bien purísimo y sumo sin un amor pleno y perfecto, y esto no es posible en tanto que arredran los males del cuerpo y los sucesos adversos, Cristo, con su nacimiento admirable y su vida laboriosa, ganó nuestro amor; y su muerte y su resurrección disipó nuestro temor. En todas sus obras se mostró de tal manera que nos fuera posible conocer hasta dónde se extiende su divina clemencia y hasta dónde podía ser elevada la debilidad humana.
 UT. CR.  XV, 33

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