viernes, 25 de noviembre de 2016

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De la mano de San Agustín (9): El necio no puede buscar al sabio sino cree que pueda existir.

 Surge ahora una cuestión harto difícil: ¿cómo puede el necio dar con el sabio, si la mayoría de los hombres, aunque no directamente, al menos de modo indirecto, se aplican a sí mismos el sobrenombre de sabios, y si, además, son tan discordantes en sus conceptos de las cosas cuyo conocimiento constituye la sabiduría, que o ninguno de ellos es sabio o sólo uno lo será de verdad? No veo la manera de que el necio pueda conocerlo; porque no se puede conocer cosa ninguna por ciertas señales, a menos que se conozca la cosa misma por sus manifestaciones exteriores. Ahora bien, el necio desconoce la sabiduría. No es la sabiduría como el oro, la plata o cosas parecidas, que al verlas se conocen y siguen siendo externas al cognoscente; no así la sabiduría, que no se puede ver con los ojos del alma si no se la posee. Los objetos perceptibles por los sentidos se nos ofrecen desde fuera, y es posible la visión de cosas distintas de los ojos sin que ellas u otras del mismo género estén alojadas dentro de nosotros. Mas los objetos de la percepción intelectual están dentro del alma: verlos es en este caso lo mismo que poseerlos. Pero el necio está desprovisto de sabiduría, luego no sabe lo que es la sabiduría. Con los ojos no puede verla; no puede concebirla sin poseerla, ni poseerla y continuar en su necedad. No la conoce, y mientras la desconoce, no la puede conocer en parte alguna. Por lo tanto, no hay quien, siendo necio, pueda, mientras lo siga siendo, encontrar de una manera segura al sabio para librarse, obedeciéndole, del gran mal que es la necedad

Ahora bien, como nuestro estudio tiene por objeto la religión, sólo Dios puede dar solución a esta enorme dificultad; por otra parte, de no creer en su existencia y en su eficiencia para ayudar a la mente humana, no debemos lógicamente buscar la religión verdadera. Pero ¿qué es lo que deseamos averiguar con tanto empeño? ¿Cuál el fin que perseguimos? ¿Adónde queremos llegar? ¿Es alguna cosa en cuya existencia no creemos y de la cual pensamos que no nos atañe en absoluto? Esta sería una idea perniciosa. No te atreverías a pedirme un favor o cometerías un acto de imprudencia pidiéndomelo, ¿y llegas a pedir el descubrimiento de la religión con la idea de que no existe Dios o de que a nosotros no nos preocupa su existencia? ¿Qué diríamos si se tratara de un asunto de tanta importancia, que su hallazgo quedara supeditado a la minuciosidad e intensidad de nuestras investigaciones? ¿Y qué si la invención, tan difícil de suyo, fuera un excitante de la mente investigadora para comprender lo que acaba de encontrar? ¿Qué cosa hay más grata ni más amable para los ojos que la luz? Sin embargo, no se la puede soportar después de una oscuridad prolongada. ¿Hay algo más a propósito para el cuerpo debilitado por la enfermedad que el alimento y la bebida? A pesar de ello, se ve que a los convalecientes se les impone moderación, y no se les permite saciarse, como si se tratara de hombres sanos, para que la sobriedad los libre de recaer en la enfermedad que trataban de evitar. Estoy hablando de los convalecientes; y qué, ¿no apremiamos a los enfermos para que tomen algún alimento? Si no creyeran que con ello escapan a la enfermedad, no nos obedecerían, si es tanta su repugnancia. ¿Cuándo, pues, te vas a entregar a esta investigación tan penosa y difícil? ¿Cuándo acabarás de imponerte la solicitud y el trabajo que estas cosas requieren, si dudas de su misma existencia? Con verdadero acierto, la gravedad de la disciplina católica ha establecido que a los que llegan a la religión se les exija ante todo la fe.
UT. CR. XIII, 28-29

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