domingo, 12 de marzo de 2017

// //

II Domingo de Cuaresma (A) - Reflexión

La transfiguración –o cambio de figura- del Señor, marca el momento culminante y central del evangelio de Mateo. Hasta entonces, había evangelizado en tierras de Galilea. En adelante, su ministerio lo desarrollará en Jerusalén, donde será entregado a los sacerdotes, morirá y, al tercer día, resucitará. Los discípulos no entienden esto. No podían entenderlo, pues no era posible que, quien había hecho tanto bien a tanta gente, aclamado por todos, que predicaba un mensaje de amor y salvación, el amigo entrañable fuera condenado a muerte con poco más de treinta años, y que resucitará al tercer.

Y lo sorprendente a los ojos de sus discípulos era que, días antes, Jesús les había invitado a seguirle cargando la propia cruz. Es decir, a emprender un camino semejante al suyo. No era posible, no entendían. No entendían la muerte de quien era inocente, ni tampoco la resurrección de que les hablaba. 

Quizás por esto, Jesús quiso darles a entender de una manera gráfica que él, hombre como ellos, era también el Hijo de Dios. Tomó a Pedro, Santiago y Juan y subió con ellos a lo alto del monte. Allí presenciarían la maravilla de su transfiguración. Ven su cara que resplandece como el sol, sus vestidos blancos como la luz, Moisés y Elías conversando con él. Moisés representa la ley, Elías a los profetas, para indicar que Cristo es el cumplimiento de la ley y de lo que dijeron de él los profetas.

Pero, -lo más sorprendente-, los discípulos oyen la voz del Padre que dice: “Este es mi Hijo amado. Escuchadle”. Si poco antes Jesús invitaba a seguirle, ahora es el Padre quien nos pide que le escuchemos. Escuchar no es sólo oír, sino poner atención a lo que dice y a acogerlo en su corazón. Lo dijo a los tres, y nos lo dice a todos nosotros.

El programa de seguimiento de Jesús queda condensado en estas palabras: Es mi Hijo. Escuchadle. Quien escucha a Jesús, es decir, quien lo acoge en su corazón, quien vive, lo humanamente posible, su mensaje y su misma vida, le sigue, y quien  le sigue ha emprendido un camino que lo lleva a la vida para siempre, a la salvación.

No es fácil seguir a Jesús. Por eso habla de cargar cada uno su cruz. Pero nuestra cruz, asociada a la de Cristo, nos lleva también, como él, a nuestra resurrección. “Si morimos con él, resucitaremos y viviremos con él”, nos dice san Pablo. No cabe regalo mayor ni don más espléndido de parte de Dios.
Desaparecieron, al menos de momento, las dudas, los miedos y las reticencias de los discípulos. El Señor había elegido a los tres con el fin reafirmar su fe, pues tendrían que fortalecer la fe de los demás. Cuando llegase el momento de la prueba y del abandono de Jesucristo, podrían decir que habían contemplado el esplendor de su gloria. Cuando Jesús quedara atravesado en la cruz, ellos podrían confesar que a pesar de todo, aquel condenado a muerte era el mismo Hijo de Dios.

Es una situación que se puede producir en nuestras vidas. A veces la prueba es dura, insoportable: la muerte violenta de un hijo, una situación económica insostenible, la enfermedad terminal, un futuro sin horizonte claro, etc.  Entonces hay que recordar los momentos en los que Dios ha estado cerca de nosotros, mostrándonos en cierto modo su amor, su grandeza y su poder. Este recuerdo nos ayudará a sentirnos fuertes cuando llegue el momento del dolor y de la contradicción.

Los apóstoles, muy humanos, como nosotros, que prefieren el éxito, la gloria, el final del camino sin andar el camino, responden por boca de Pedro: “¡Qué bien se está aquí, hagamos tres tiendas...” Quedémonos en lo alto del monte, para qué bajar a continuar el camino difícil. Quedémonos quietos aquí...! No se dan cuenta de que sin hacer el camino no se llega al final del camino. El que se queda quieto no llega a la vida.

Es también -puede ser- nuestro deseo o anhelo. ¡Qué bien se está -podemos pensar- con nuestra fe, una fe acomodada y no comprometida; qué bien se está con nuestro modo de seguir a Jesús rechazando de plano cargar nuestra propia cruz; qué bien se está aquí sin echar la mirada y el corazón a tanta gente que lo pasa mal, qué bien se está en lo alto de “este monte”!

Pero nos dice Jesús, como a los tres discípulos, “Levantaos, no tengáis miedo”. Hay que bajar a la vida de cada día, hay que esforzarse para que nuestro amor a Dios y a todos sea cada día más sólido y más comprometido! Hay que bajar para dar y darnos, como Jesús. Pocos días después sería apresado, torturado y muerto. Pero resucitará al tercer día. Es nuestro camino y nuestro final feliz. Es lo que celebramos en la eucaristía.
P. Teodoro Baztán Basterra

0 Reactions to this post

Add Comment

Publicar un comentario