Según el relato evangélico,
los que pasaban ante Jesús crucificado se burlaban de él y, riéndose de
su sufrimiento, le hacían dos sugerencias sarcásticas: Si eres Hijo de
Dios, «sálvate a ti mismo» y «bájate de la cruz».
Ésa es
exactamente nuestra reacción ante el sufrimiento: salvarnos a nosotros
mismos, pensar sólo en nuestro bienestar y, por consiguiente, evitar la
cruz, pasarnos la vida sorteando todo lo que nos puede hacer sufrir.
¿Será Dios así? ¿Alguien que sólo piensa en sí mismo y en su felicidad?
Jesús no responde a la provocación de los que se burlan de él. No
pronuncia palabra alguna. No es el momento de dar explicaciones. Su
respuesta es el silencio. Un silencio que es respeto a quienes lo
desprecian, comprensión de su ceguera y, sobre todo, compasión y amor.
Jesús sólo rompe su silencio para dirigirse a Dios con un grito
desgarrador: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» No le
pide que lo salve bajándolo de la cruz. Sólo que no se oculte, ni lo
abandone en este momento de muerte y sufrimiento extremo. Y Dios, su
Padre, permanece, en silencio.
Sólo escuchando hasta el
fondo ese silencio de Dios, descubrimos algo de su misterio. Dios no es
un ser poderoso y triunfante, tranquilo y feliz, ajeno al sufrimiento
humano, sino un Dios callado, impotente y humillado, que sufre con
nosotros el dolor, la oscuridad y hasta la misma muerte.
Por eso, al contemplar al crucificado, nuestra reacción no es de burla o desprecio, sino de oración confiada y agradecida: «No te bajes de la cruz. No nos dejes solos en nuestra aflicción. ¿Para qué nos serviría un Dios que no conociera nuestra cruz? ¿Quién nos podría entender?»
¿En quién podrían esperar los torturados de tantas cárceles secretas?
¿Dónde podrían poner su esperanza tantas mujeres humilladas y
violentadas sin defensa alguna? ¿A qué se agarrarían los enfermos
crónicos y los moribundos? ¿Quién podría ofrecer consuelo a las víctimas
de tantas guerras, terrorismos, hambres y miserias? No. No te bajes de
la cruz pues si no te sentimos «crucificado» junto a nosotros, nos
veremos más «perdidos».
DIO UN FUERTE GRITO
No tenía dinero, armas ni poder. No tenía autoridad religiosa. No era sacerdote ni escriba. No era nadie. Pero llevaba en su corazón el fuego del amor a los crucificados. Sabía que para Dios eran los
primeros. Esto marcó para siempre la vida de Jesús.
Se acercó a los últimos y se hizo uno de ellos. También él viviría sin familia, sin techo y sin trabajo fijo. Curó a los que encontró enfermos, abrazó a sus hijos, tocó a los que nadie tocaba, se sentó a la mesa con ellos y a todos les devolvió la dignidad. Su mensaje siempre era el mismo: “Éstos que excluís de vuestra sociedad son los predilectos de Dios”.
Bastó para convertirse en un hombre peligroso. Había que eliminarlo. Su ejecución no fue un error ni una desgraciada coincidencia de circunstancias. Todo estuvo bien calculado. Un hombre así siempre es una amenaza en una sociedad que ignora a los últimos.
Según la fuente cristiana más antigua, al morir, Jesús “dio un fuerte grito”. No era sólo el grito final de un moribundo. En aquel grito estaban gritando todos los crucificados de la historia. Era un grito de indignación y de protesta. Era, al mismo tiempo, un grito de esperanza.
Nunca olvidaron los primeros cristianos ese grito final de Jesús. En el grito de ese hombre deshonrado, torturado y ejecutado, pero abierto a todos sin excluir a nadie, está la verdad última de la vida. En el amor impotente de ese crucificado está Dios mismo, identificado con todos los que sufren y gritando contra las injusticias, abusos y torturas de todos los tiempos.
En este Dios se puede creer o no creer, pero nadie se puede burlar de él. Este Dios no es una caricatura de Ser supremo y omnipotente, dedicado a exigir a sus criaturas sacrificios que aumenten aún más su honor y su gloria. Es un Dios que sufre con los que sufren, que grita y protesta con las víctimas, y que busca con nosotros y para nosotros la Vida.
Para creer en este Dios, no basta ser piadoso; es necesario, además, tener compasión. Para adorar el misterio de un Dios crucificado, no basta celebrar la semana santa; es necesario, además, mirar la vida desde los que sufren e identificarnos un poco más con ellos.
Antonio Pagola
Oración
Señor Jesús, hoy queremos orar fijándonos en
la actitud positiva de muchas personas: la alegría y el entusiasmo de
los que te acogieron al entrar en Jerusalén; la disponibilidad de los
discípulos para hacer todo lo que pedías para preparar la Pascua; la
capacidad de gestos de amor y ternura de aquella mujer que te ungió con
perfume; el gozo de quienes compartieron contigo la mesa de la cena
pascual; el arrepentimiento de Pedro al darse cuenta que no había hecho
lo que proclamaba; la capacidad de Simón de Cirene para ayudar a llevar
la cruz a todos los que sufren; la fe del centurión para confesar que
tú, el condenado a muerte, eres el Hijo de Dios; la valentía de José de
Arimatea para enterrar tu cuerpo, y el coraje de las mujeres que ante el
sepulcro aún mantenían la esperanza.
Y, sobre todo, el
Domingo de Ramos ayuda a fijar en ti, Señor Jesús, nuestra mirada y
nuestro corazón agradecido porque has compartido en todo la vida humana,
abriendo el horizonte de la vida más allá del sufrimiento y la muerte.
Ayúdanos a tomarnos en serio la invitación a orar y velar contigo para
no dormirnos y estar atentos a los retos de cada día.
Danos tu actitud serena, pacífica y confiada ante las acusaciones, injurias, humillaciones y la condena a muerte.
Que te sepamos reconocer y valorar como único Señor y seguirte como único Maestro.
P. Julián Montenegro Sáenz, OAR.
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