lunes, 11 de junio de 2018

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DOMINGO X TIEMPO ORDINARIO -B-

Desde lo hondo a ti grito, Señor

Por invitación de su esposa Eva, Adán comió del árbol, desobedeció y pecó. El Señor Dios lo llamó: “¿Dónde estás?”. Él contestó: “Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí”.

El salmo 129 puede ser la oración, casi espontánea, de todo hombre: el pecado nos despoja de nuestra nobleza de ser hijos de Dios y nos relega a la desnudez de nuestro ser humano, nos llena de vergüenza, nos precipita en lo más hondo del sufrimiento físico y del abandono moral. Se apoderan de nosotros sentimientos de desgana, de soledad, de tristeza e, incluso, de cierta desesperación. Es entonces cuando nosotros, los creyentes, debemos hacer nuestras las palabras del salmista para gritar a ese Dios que se nos ha manifestado y se nos hado hecho amor en su querido Hijo Jesús.

Dios amor… Lo hemos contemplado totalmente entregado a sus hermanos en la cruz para rescatarlos del pecado y de la muerte. Devuelto a la vida, resucitado, ha vuelto a estar con los suyos y antes de despedirse les ha dejado como don su propio Espíritu Paráclito. Hemos contemplado al Dios-Amor en el misterio de la Santísima Trinidad y hemos tenido el gusto de comer el cuerpo de Cristo y de beber su sangre en la fiesta del Corpus. Pero también lo hemos recordado en su labor de intercesor por sus hermanos como Sumo y Eterno Sacerdote y hemos sentido su cercanía en la fiesta del Corazón de Jesús y nos da a su propia madre en la conmemoración del Corazón de María. ¿Cabe más amor? ¿Más cercanía y ternura? Por ello  con el salmista decimos: “Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra”.
“Creemos y por eso hablamos”. 
La carta a las Corintios habla de anunciar a Jesucristo en medio de las dificultades, de tener confianza y de esperar una vida mejor.  Pablo expone sus sufrimientos, pero la grandeza de su ministerio hace que venza cualquier dificultad.  En esta sociedad dominada por el poder, las riquezas y el placer a toda cosa, los cristianos somos poca cosa, “vasos de barro”. No siempre somos comprendidos. Pero tampoco Cristo lo fue, como dice san Pablo o como hemos escuchado en el evangelio. Pero el  Cristo paciente que sufre y muere para redimirnos y el Cristo glorioso que vive la vida definitiva y que aparecerá con todo su esplendor en el cielo son el espejo en el que se miraba el apóstol.  Las dificultades de Cristo son también las dificultades del apóstol; y la vida interior, con la que se superan las dificultades, es también  vida junto a Cristo. Quien resucitó a Jesús también nos podrá resucitar a nosotros y podremos estar todos juntos, con Pablo y con los fieles de Corinto, a los que se dirige.  El apóstol busca la salvación de todos los que han venido a la fe y da por buenos los sufrimientos y padecimientos que él pueda pasar.  Hay que buscar la gloria de Dios: habiendo más fieles, habrá más que den gracias a Dios. Además, la gloria que nos espera es mayor que todas las dificultades y padecimientos que podamos pasar en este mundo.  Aunque nuestro cuerpo se vaya deteriorando por las dificultades y padecimientos, el espíritu interior va creciendo hacia una vida de gracia, que desemboca en la gloria.

“¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?”
Jesús debió sentirse muy solo desde que comenzó su ministerio público; pero, además de solo, incomprendido. El pasaje evangélico de hoy es una muestra de ello. La novedad de su mensaje y su modo de actuar despiertan todo tipo de sospechas. Dichas dudas encuentran eco incluso entre los suyos. Ha comenzado la tarea que ha recibido del Padre y “vuelve a su casa”. “Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales”, que había perdido la cabeza. Sus familiares piensan que se ha desviado de los caminos tradicionales de la religiosidad judía heredada de los mayores, que se ha vuelto loco. Lo que les cuentan de él en Nazaret no coincide con el Jesús que han visto siempre y que han conocido en él desde pequeño. Esas predicaciones, esos milagros, la doctrina que expone tienen que responder, según ellos, a que está sufriendo algún tipo de alteración mental; son delirios. Y eso en el mejor de los casos, puesto que los maestros de la ley, que habían venido de Jerusalén, lo acusan de estar endemoniado, de expulsar los demonios porque es el jefe de los demonios, como si en esos actos Jesús estuviera dando órdenes a sus subordinados. Además, tiene trato con cierto tipo de personas como cobradores de impuestos, prostitutas o aquejados de cierto tipo de enfermedades, como la lepra, signos de la maldición de Dios.

La respuesta a este tipo de sospechas o de malentendidos son los dos mensajes claros que Jesús envía a sus oyentes.  El primero: Él no actúa movido por la fuerza del espíritu del mal, no es ningún poseído del demonio, sino todo lo contrario. La fuerza y el poder de Dios se hacen vida en su persona, y quien le empuja y le da esa capacidad para expulsar a los demonios y traer el bien y la paz a los enfermos es el propio Espíritu de Dios. Es la fuerza de Dios, es la persona de su Padre la que actúa en él. Para añadir luego que quienes no aceptan esa realidad, quienes ponga en duda esa realidad “están blasfemando contra el Espíritu Santo” y “tendrán que cargar con este pecado para siempre”. Este pecado no tiene perdón. Y se lo dice a los que se tenía como máximos creyentes y observantes de le Ley.

Pero el otro mensaje es también claro: El ha sido enviado para traer el bien a todos, justos y pecadores. Es portador de un mensaje nuevo. Y con sus palabras delimita perfectamente quiénes son sus preferidos, sus discípulos más queridos: “Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre”. Su madre…, la mejor de los discípulos, pues bien sabía Jesús que, aceptando la Palabra de Dios, lo había engendrado y le había dado vida. “En esto conocerán que sois discípulos míos: en que hacéis lo que os mando”. Como lo hizo María, como lo hacemos todos los “enamorados” y seguidores de Jesús, aunque el mundo no nos comprenda.
P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.

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