miércoles, 29 de agosto de 2018

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Escoged a quién queréis servir Reflexión XXI Domingo del Tiempo Ordinario -B-

La disyuntiva que propuso Josué a los israelitas y la que Jesús ofrece a los suyos sigue válida también para nosotros. Tenemos que decidir, y hacer una opción entre Dios y los dioses que nos presenta el mundo, entre el bien y el mal, entre el camino que nos parece estrecho que lleva a la vida y el que es ancho, pero que no lleva a ninguna parte. 

El pueblo de Israel, inmediatamente después de salir de Egipto, guiado por Moisés, había sellado con Yahvé una Alianza. El primer mandamiento de esta Alianza sigue siendo el primero también ahora: “no tendrás otros dioses más que a mí”. Al entrar en la Tierra Prometida, el pueblo debe ratificar esa Alianza, un tanto olvidada, y es lo que Josué les propone: ¿servirán a ese Dios que les ha salvado o prefieren servir a otros dioses que parecen más permisivos? Lo que exige la Alianza de Yahvé es mucho más duro que la floja moral de los dioses de los pueblos vecinos. La opción es libre, pero luego tendrán que ser consecuentes con la que elijan. El pueblo decide ser fiel a Yahvé y a la Alianza con él. Aunque a lo largo de los años falten muchas veces a lo prometido. 

“¿También vosotros queréis marcharos?".
Jesús ve que algunos de los que le siguen, asustados por sus palabras, comienzan a abandonarlo y entonces hace una pregunta directa a sus apóstoles: “¿También vosotros queréis marcharos?”. El “poco éxito” de Jesús puede hacernos comprender lo que puede parecer un fracaso apostólico, nuestro o de la Iglesia. Pedro, que no entiende mucho de lo que ha dicho Jesús, como tampoco debían entender los demás, pero que tiene una fe y un amor enormes hacia él, contesta decidido: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”. Han hecho la opción por él. También nosotros debemos tomar una decisión seria. Desde la libertad, pero con coherencia. Es la opción que presenta tantas veces Pablo cuando habla de vivir conforme al Espíritu y no conforme a la carne, de acuerdo con el “hombre nuevo” y no conforme al “hombre viejo”; de seguir a Cristo, cueste lo que cueste. En la carta a los Efesios nos señala un camino claro en este seguimiento.

La opción ya la hemos hecho, algunos hacia la vida ministerial o religiosa, otros a la vida matrimonial, todos a una vida cristiana consecuente. El sacramento del bautismo fue un momento inicial, en el que fueron probablemente nuestros padres y padrinos los que profesaron su fe en Dios y su renuncia al mal, para comprometerse a ayudarnos a crecer en la vida de Dios que entonces recibíamos. Luego hemos ido renovando personalmente esa fe y esa renuncia, cada año en la Vigilia Pascual, aunque no en asambleas tan solemnes como la que describe el Libro de Josué. Pero, al igual que los judíos, también conocemos las tentaciones que nos presentan las idolatrías de todo género.

Aunque no nos suelen gustar las preguntas comprometedoras, ni las disyuntivas, la Palabra de hoy nos invita a decidirnos: “elegid hoy a quién queréis servir”. No podemos servir a dos señores: 

Debemos responder con fidelidad y amor al que Dios nos ha mostrado siempre, desde que nos convocó a la existencia. Creer compromete. La fe  no es un tranquilizante. Nos obliga a decidirnos y a aceptar el estilo de vida que quiere Jesús. No vale lo de encender una vela a Dios y otra al diablo. No valen las medias tintas. La fe en Cristo Jesús supone aceptarlo a él y a su estilo de vida, sin rebajas. Lo que proponía Josué a los israelitas no era fácil, aunque contestaran con entusiasmo. Tampoco lo era lo que pedía Jesús a los suyos pues suponía un cambio de mentalidad y de vida.
No sabemos qué es lo que más asustó y escandalizó a sus oyentes para decir, como recoge el evangelio, que “este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?”. Había proclamado con rotundidad que había que creer en él para poder tener vida eterna. Se ponía, por tanto, en el lugar de Dios; y lo confirmaba diciendo que había “bajado del cielo”. Pero no solo habla de “bajar” del cielo, sino que afirmaba que un día lo verían “subir” o volver a donde estaba antes, anunciando así el misterio de la Ascensión, el retorno a la casa del Padre, cumpliendo de esta suerte  el “misterio pascual”. Misterio que solo entenderán quienes sean testigos de la “Ascensión a los cielos”, lo que sucederá después de su muerte en la cruz y de la resurrección. Todo resultaba increíble.

 Pero lo era más todavía lo de “comer su carne” y “beber su sangre”. Aunque Jesús intentó darles alguna clave para entender las dos cosas, no debieron entender mucho. Los oyentes, todos, se preguntarían: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne y a beber su sangre?”.  Jesús no rebaja el tono de su lenguaje y, por eso, “fueron muchos los que se echaron atrás y no volvieron a ir con él”. A los suyos los deja de cara a estos misterios y, a la vez, los enfrenta a esta dura disyuntiva: “También vosotros queréis marcharos”. 

Debemos reconocer que es muy “duro” lo que nos pide Jesús. Es creer el misterio de su presencia real en la Eucaristía y, sobre todo, comprender que recibirlo en la comunión significa un momento decisivo en nuestras vidas y un estímulo u obligación de hacer nuestro su estilo de vida, con todo lo que ello comporta, pues es comerlo y beberlo en persona. ¿Quién no encuentra duro lo de poner la otra mejilla y lo del perdón de las ofensas y lo de cargar con la cruz o el dar la vida por los demás, el hacerse como un niño para entrar en el reino de los cielos o el aceptar, entre otras muchas cosas, el mensaje de vida cristiana que nos propone hoy san Pablo en su carta a los Efesios? Los valores del evangelio no son precisamente los que más aplaude el mundo de hoy ni los más fáciles de asumir. La sociedad nos ofrece otros mucho más “apetitosos” y fáciles de alcanzar. Confrontando esta mentalidad con la Palabra que escuchamos continuamente, nos damos cuenta de que Dios no piensa como nosotros, o nosotros como él. No nos debería extrañar que, si Cristo no convenció a muchos, tampoco ahora la Iglesia tenga mucho éxito en su evangelización. La doctrina del evangelio sigue “asustando” a muchos y, por eso, tenemos que reconocer, aunque nos duela, que la comunidad pierda seguidores. Solo el Espíritu de Dios, el Espíritu Iluminador y Espíritu Santo del que habla Jesús, que es vida verdadera, podrá darnos fe para creer en este mensaje. Hoy, fortalecidos por él nos alegramos de que, así como entonces Pedro y los suyos se mantuvieron fieles a Jesús, millones y millones de personas, a lo largo de los siglos, y también ahora, siguen creyendo en él y lo siguen, a veces con verdadero sacrificio. Entre ellos, nosotros. Le damos gracias y nos sentimos felices.

P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.




 

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