domingo, 16 de septiembre de 2018

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XXIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO -B- Reflexión

El evangelio de Marcos tiene dos partes. La primera se desarrolla en tierras de Galilea. Allí fue bautizado Jesús, llamó a los Doce, realizó muchos milagros y expuso sus enseñanzas en parábolas. La segunda parte se desarrolla subiendo a Jerusalén donde culminará su misión.

Es en este momento, entre ambas etapas, donde se sitúa la escena que nos narra el evangelio de hoy.  La confesión de Pedro marca el centro del evangelio de Marcos.

A lo largo de su tarea en tierras de Galilea Jesús se ha ido dando a conocer al pueblo, tanto por lo que decía como por lo que hacía. Pero ¿lo han conocido en verdad? Es la pregunta que lanza a sus discípulos: “¿Qué dice la gente acerca de mí?”. Porque algo podían decir: Le habían visto hacer muchos milagros, le habían oído predicar una doctrina nueva, sorprendente, exigente y atractiva, con abundancia y variedad de parábolas, veían cómo vivía…

Debían tener alguna idea acerca de la personalidad de Jesús. ¿Qué decían o qué pensaban de él? ¿Qué opinión tenían acerca de su persona? Pues, unos que Juan Bautista que había resucitado, otros que Elías, o alguno de los profetas.

Pero a Jesús le interesaba más conocer lo que piensan sus discípulos, quienes, además de todo lo anterior, convivían con él y eran sus seguidores más fieles. “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”.
Esta misma pregunta nos la formula Jesús a nosotros. ¿Qué decimos acerca de él? ¿Qué o quién es Jesús para nosotros? Una respuesta muy acertada la podrá dar un teólogo, pero no sería quizás la respuesta que espera Jesús, porque a lo mejor la da desde lo que sabe. También nosotros podríamos dar una respuesta más o menos acertada desde lo que sabemos o recordamos por el catecismo.

Jesús espera una respuesta desde lo que vivimos ¿Qué significa Jesús en mi vida? ¿Es sólo un ser histórico de excepcional importancia? ¿Un maestro que enseña una doctrina sublime? ¿Un profeta más, como opinaban algunos el pueblo? Es todo eso, ciertamente, pero Cristo ¿es sólo eso para mí?
Jesús espera una respuesta desde el corazón, desde la vida, desde una experiencia personal producida por el encuentro vital con él. ¿Podríamos decir como san Pablo, todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo y estar unido a él (Fil 3, 8-9), pues para mí la vida es Cristo (Fil 1, 21)?, o como dice Pedro: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”? 

No nos engañemos: es fácil decir que somos cristianos, pero no es fácil seguir a Jesucristo como discípulos. No es fácil ser cristiano, o sea, de Cristo. Seguir a Cristo es un camino de cruz, pero también de gozo. Es nadar contra corriente de los criterios de este mundo, pero con la seguridad de llegar a la meta. Supone cargar con la propia cruz, pero una cruz que es signo de victoria.

Jesús quiere dejar las cosas muy claras, sobre todo para cristianos acomodaticios y conformistas. Él no es un Mesías triunfal y victorioso, como lo esperaban los judíos de su tiempo. Ni un rey al uso de los reyes de su tiempo. Ni un líder revestido de poderes sobrenaturales.

Es un hombre que, “a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo…, se humilló, se hizo obediente hasta la muerte, una muerte de cruz”... (Fil 2,  6-8).

Llama a Pedro Satanás, porque lo quiere apartar de este camino, porque expresa implícitamente la idea de un seguimiento de Jesús cómodo, “facilón” y sin cruz, porque piensa como los hombres, no como Dios. 

Y nos invita a seguirle con palabras muy exigentes y que aparentemente son contradictorias y que suenan a paradoja. Dice: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”.

Que es como decir: “El que se busque a sí mismo por encima de todo, es decir, el egoísta, se perderá. Pero el que busque a Cristo y el bien de los demás según lo pide el Evangelio, se salvará”. Y esto implica cargar con la cruz, porque no es un camino fácil, sino exigente. No es cómodo, sino comprometido. Hasta dar la vida por el otro o por Cristo, si fuera preciso. Como Cristo.

Esto es lo que celebramos en la Eucaristía: su entrega total por amor a favor de todos nosotros. Cristo nunca se buscó a sí mismo.

P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.

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