IV
Monstruo
inhumano, de sangre
ardes en sed que no llenas,
insaciable, pues no tienes
de humanidad una idea.
Atiende un
momento solo
y grábalo: ten en cuenta
lo que digo convencida
con la verdad más sincera.
He nacido en
Nangasaqui,
mi ciudad, y es mi grandeza
ser cristiana y me glorío
de ventura tan risueña.
Con mis
padres acabó
la persecución acerba,
la que has concitado tú
y a tantas gentes destierra.
Yo pobre y
débil mujer
he quedado, lo ves, huérfana,
y pensando en las del cielo
preferí tales riquezas.
Fueron
Francisco y Vicente
que atormentó la candela,
quienes las leyes de Cristo
me enseñaron la clemencia.
Tú oprimes
sus seguidores,
¿por qué con rabiosas penas
y como unos criminales
sin pan en cárcel encierras?
¿Por qué en
las aguas ardientes
y sulfurosas los quemas?
Los huesos se ven sin carne
y las vísceras se muestran.
Severo
arrojas sus cuerpos
a las voraces hogueras
consumiendo así de Cristo
con ruin dureza.
Los más
bárbaros tormentos
tratas de ver si acrecientas;
porque los cristianos dejen
por miedo las tropas buenas.
A este oficio
dedicas
incansable tus tareas,
creyendo que perseguirlos
es tu máxima presea.
De acerados
finos dientes
fabricas agudas sierra,
con las cuales a los fieles
cortas sus carnes sangrientes.
Para que
graben el nombre
de Jesús dentro, no fuera,
les abres como ventanas
con puñaladas acerbas.
Por que no
haya confesión
ni de Cristo hable cualquiera
y cesen sus alabanzas,
les apuntas la cabeza.
Te propones
acabar
con las ocultas ovejas,
y veloz encarcelarlas
Por que
logres realizar
tan cruelísima sentencia
con llamas de fuego enciendes
aun las más tupidas selvas.
Como en una
cacería
por, montes, de raudas ciervas,
te has empeñado en cercarlas
con gritos, gente y carreras.
¡Cuántas
naves con amarras
mandas que traigan a tierra,
para que a los sentenciados
ningún azar los proteja!
Ambicionas
desterrar
del reino la fe evangélica
y todos sigan del diablo
ritos y prácticas viejas.
Movido de ira
a los muertos
sacas de sus tumbas quietas
por dar tormento a sus huesos
si Cristo en verdad los sella.
Obligas a las
mujeres,
encinta bastantes de ellas,
a que por sus tiernos párvulos
apostaten a la fuerza.
Mas es
totalmente inútil
que en vano furor te enciendas:
vivirá la fe santísima
de Cristo en todas las épocas.
Que en el
reino del Japón
se acepte la fe benéfica
lo está pidiendo a porfía
el mismo Dios con firmeza,
Esto da
prosperidad,
une el cielo con la tierra;
síguela tú, ¡qué alegría!
síguela no te arrepientas.
Mientras tanto
te remuerden
tribulaciones internas
por torturar inocentes
como hombre no, como bestia.
Tus rigores
los proclaman
cuantos tormentos inventas,
la sangre que se derrama,
las cenizas y la huesa.
Fugar ya
aceptar no quieren
las montañas ni las peñas;
rechaza tus amenazas
quien se esconde en las cavernas.
Y las mismas rocas frígidas
se rompen cual si pudieran
reprender tu índole altiva
que se ve estruendosa y férrea.
Los árboles
que han sufrido
el furor de las hogueras
como con gritos te riñen
―sus ramajes hechos teas―,
y ríos,
fuentes de púrpura
que fluyen de sangre llenas,
parecen limar con lágrimas
tu alma de
mármoles hecha.
Voces
profundas emiten
los brutos y de las selvas
se salen horrorizados
de semejante inclemencia.
Por las urbes
desvastadas
lloran y por la ausencia
de aquellos seres que sufren
dolores, varones y hembras.
Tú mismo a
los antros tétricos
que presuroso te acercas
del infierno, pagarás
esa tu conducta
pésima.
En cambio, si
te arrepientes
de tus maldades extremas,
te perdona bondadoso
Dios mismo con su clemencia.
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