sábado, 3 de noviembre de 2018

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CRISTO ES LA PALABRA

No sólo no debemos avergonzarnos de la muerte del Señor, nuestro Dios, sino más bien poner en ella toda nuestra confianza y nuestra gloria

La pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es para nosotros un ejemplo de paciencia, a la vez que seguridad de alcanzar la gloria. ¿Qué cosa no pueden esperar de la gracia de Dios los corazones de los fieles? Por bien de ellos, el Hijo único de Dios y coeterno con el Padre tuvo en poco el nacer como hombre y, por tanto, del linaje humano, sino que hasta sufrió la muerte de manos de quienes fueron creados por él.

Gran cosa es lo que se nos promete para el futuro, pero mucho mayor es lo que recordamos que se hizo ya por nosotros. ¿Dónde estaban los santos o qué eran ellos cuando Cristo murió por los impíos? ¿Quién dudará de que él ha de donarles su vida, si les donó incluso su muerte? ¿Por qué duda la fragilidad humana en creer que será una realidad el que los hombres vivan algún día en compañía de Dios? Mucho más increíble es lo que ya ha tenido lugar: que Dios haya muerto por los hombres.

¿Quién es Cristo sino la Palabra que existía en el principio, la Palabra que existía junto a Dios y la Palabra que era Dios? Esta Palabra de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros. No hubiera tenido en sí mismo donde morir por nosotros si no hubiese tomado nuestra carne mortal. De esta manera pudo morir el inmortal y quiso donar la vida a los mortales: haciendo partícipes de sí mismo en el futuro a aquellos de quienes él se había hecho partícipe antes. Pues ni nosotros teníamos en nuestro ser de dónde conseguir la vida ni él en el suyo en dónde sufrir la muerte. Realizó, pues, con nosotros un admirable comercio en base a una mutua participación: el don de morir era nuestro, el don de vivir será suyo. Pero la carne que tomó de nosotros para morir, él mismo la otorgó, puesto que es el creador; la vida, en cambio, gracias a la cual viviremos en él y con él, no la recibió de nosotros.

En consecuencia, si consideramos nuestra naturaleza, la que nos hace hombres, no murió en su ser, sino en el nuestro, puesto que de ninguna manera puede morir en su naturaleza propia, por la que es Dios. Si, en cambio, consideramos que es creatura suya, que él lo hizo en cuanto Dios, murió también en su ser, puesto que él es autor también de la carne en que murió.

Así, pues, no sólo no debemos avergonzarnos de la muerte del Señor, nuestro Dios, sino más bien poner en ella toda nuestra confianza y nuestra gloria. En efecto, recibiendo en lo que tomó de nosotros la muerte que encontró en nosotros, hizo una promesa fidedigna de que nos ha de dar la vida en él; vida que no podemos obtener por nosotros. Quien nos amó tanto que, sin tener pecado, sufrió lo que los pecadores habíamos merecido por el pecado, ¿cómo no va a darnos quien nos hace justos lo que merecimos por la justicia? ¿Cómo no va a cumplir su promesa de dar el galardón a los santos quien promete sinceramente, quien sin cometer maldad alguna sufrió el castigo que merecían los malvados? Llenos de coraje, confesemos, o más bien profesemos, hermanos, que Cristo fue crucificado por nosotros; digámoslo llenos de gozo, no de temor; gloriándonos, no avergonzándonos. Lo vio el apóstol Pablo, y lo recomendó como título de gloria. Muchas cosas grandiosas y divinas tenía para mencionar a propósito de Cristo; no obstante, no dijo que se gloriaba en las maravillas obradas por él, que, siendo Dios junto al Padre, creó el mundo, y, siendo hombre como nosotros, dio órdenes al mundo; sino: Lejos de mí el gloriarme, a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.

S 218 C, 1-2

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