domingo, 17 de marzo de 2019

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DOMINGO II de CUARESMA - C- Reflexión

Una vez más la montaña aparece como lugar de la manifestación de Dios. En la montaña solían ocurrir los acontecimientos más importantes de la historia de la salvación. Dos ejemplos nada más: La alianza de Dios con Moisés en el Sinaí con la entrega de los diez mandamientos y la muerte de Jesús en el monte calvario.

A ellos se suma la escena de la transfiguración del Señor, también en lo alto de un monte. Nos dice el evangelio que Jesús “subió al monte para orar”. Lo solía hacer en muchas ocasiones. “Subir al monte para orar” simboliza de alguna manera ir al encuentro con el Padre. Pero hoy se efectuará en este encuentro un hecho extraordinario o fuera de lo común. (Aunque lo cierto es que todo lo que sucede en el evangelio es fuera de lo común).

La escena se desarrolla cuando Jesús toma la decisión de subir a Jerusalén dando por finalizada su misión en tierras de Galilea. La siguiente etapa de su vida y misión la desarrollará en la ciudad santa. ¿Qué sucedió en lo alto del monte? ¿Qué significa la presencia de Moisés y Elías con Jesús? ¿Qué tipo de transfiguración o transformación se operó en Jesús? Son preguntas que no tienen fácil respuesta.

Jesús está en oración. Durante unos momentos está en relación íntima y fuerte con el Padre. Tan fuerte y tan intensa es la experiencia que vive en esos momentos, que el mismo Padre “se hace presente” con su palabra: “Este es mi Hijo, mi predilecto. Escuchadle”. Acompañan a Jesús Moisés y Elías, para expresar de esta manera que Jesús es el cumplimiento de todo lo anunciado por los profetas en el Antiguo Testamento.

Dos aplicaciones para nuestra vida de creyentes. Una: Orar es entrar en relación íntima y personal con Dios. La oración es una experiencia de fe y de gracia; de fe, porque, aunque no veamos a Dios con los ojos de nuestra cara, lo sentimos muy dentro de nosotros; y de gracia, porque es un don gratuito y nos purifica. Es, especialmente, un encuentro de amor.

Otra: Nos la presenta el mismo Jesús en otra ocasión, cuando dice: “Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”. Saber escuchar es acoger en el corazón lo que uno oye con sus oídos. “Escuchadle”, nos dice hoy el Padre. En ello nos va la vida. Su palabra es vida y produce vida. Y Dios nos habla por el Hijo, que es su Palabra. Escuchar a Cristo implica acogerlo muy dentro de nosotros y dejar que su palabra, como semilla rica que cae en tierra buena, germine, crezca y produzca mucho fruto. El fruto que Dios espera de nosotros.

Item más: Quien así ora, quien así escucha y acoge a Cristo, queda transformado interiormente. Se opera en él una cierta pero real transfiguración. Somos vivificados y la luz de Cristo resplandece en nosotros, hasta poder decir como Pedro: “¡Qué bien se está así!”. Pero también oiremos la voz de Cristo: “Levantaos, no temáis, hay que pisar tierra, hay que bajar del monte, porque hay que subir a otro, Jerusalén, donde consumaré mi vida entregándola a la muerte por amor a todos y resucitaré, para que todos puedan resucitar conmigo. Seguidme”.

Es decir: Hay que orar, pero también hay que arar. “Ora et labora” es el lema que dejó san Benito a los suyos. Y san Agustín, en traducción libre: “Entra dentro de ti mismo; en el hombre interior habita la verdad y, después, sal de ti mismo hacia las cosas de la vida, con toda la carga de la verdad poseída por ti”.

Se nos invita, como a los tres discípulos, a bajar del monte y caminar con Cristo hacia otro monte: el calvario, donde morirá y donde resucitará. Se nos invita a entregar la vida por la causa del evangelio para tener vida en abundancia. Pero la vida se entrega muriendo a nosotros mismos, sirviendo generosamente y con amor a los hermanos, como Jesús, y amando como él amó. En esto consistirá nuestra transfiguración.
P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.

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