miércoles, 1 de abril de 2020

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CONTRA LA MENTIRA V

Pecados de compensación. Dos casos bíblicos

 Con todo, hay que confesar que hay tal contrapeso en algunos pecados, que inquietan la conciencia humana, que incluso se llega a pensar que merecen alabanza o que se han cometido rectamente. ¿Quién hay que dude que es un gran pecado que un padre prostituya a sus hijas a la fornicación de los impíos? Y, sin embargo, hubo una causa por la que un santo varón pensó que debía hacerlo cuando los sodomitas, en un abominable ímpetu de lujuria, se precipitaron sobre sus huéspedes. Dijo, pues: Tengo dos hijas que no han conocido varón, os las sacaré a vosotros, y haced con ellas como os plazca, pero a estos varones no les hagáis mal alguno, porque se acogieron a la sombra de mi techo 
¿Qué diremos de esto? ¿No nos horroriza tanto ese crimen que pretenden cometer los sodomitas contra los huéspedes de aquel santo varón, hasta el punto de pensar que todo lo que se hubiese de hacer, para que esto no se hiciese, se debería hacer? Nos impresiona sobre todo el autor de este hecho que, en virtud de su santidad, había sido liberado de la destrucción de Sodoma, y porque era un mal menor cometer esa deshonestidad con las mujeres que con los varones, se podría decir que también esto pertenece a la santidad de aquel justo que prefirió que esta maldad se cometiese contra sus hijas que contra sus huéspedes. Y esto no solo lo deseó interiormente, sino que lo manifestó de palabra y lo hubiera cumplido de hecho si aquéllos lo hubieran aceptado. Pero, si abrimos este camino, de modo que podamos cometer pecados menores para que otros no comentan otros mayores, se abrirá una frontera amplia e indefinida de modo que, destruidas y removidas todas las barreras, una avalancha de pecados entrará en el mundo y reinará, sin límite, a campo abierto.

Desde el momento en que fuera admitido que un hombre puede pecar menos para que otro no peque más, de hecho, nos veremos obligados a evitar los adulterios ajenos con nuestros hurtos, y los incestos con los adulterios, y si hubiera alguna impiedad peor que los incestos, se diría que debíamos cometer incestos, si de este modo se pudiera conseguir que otros no cometieran otra impiedad. Y, en cada uno de los géneros de pecados, se pensaría que se podrían cometer robos por evitar robos, adulterios por adulterios, incestos por incestos, y sacrilegios por sacrilegios, nuestros pecados por los ajenos, no solo los menores por los mayores, sino, también cuando se trata de los pecados pésimos y atroces, pensaríamos que estaría permitido cometerlos, si eran menos en número para evitar un número mayor. Metidos en este laberinto nunca se abstendrían de pecar los otros más que a condición de que nosotros pecáramos, aunque fuera algo menos. Entonces estaríamos totalmente al arbitrio del enemigo, que podría decirnos: Si tú no cometes este pecado, yo cometeré otro mayor, si tú no perpetras este crimen, yo cometeré otros muchos. Y, así, parece que deberíamos admitir el crimen si queremos abstenernos del crimen. Pensar de este modo, ¿qué es sino desbarrar o, más bien, volvernos locos? Pero de lo que debo cuidarme para evitar el castigo es de mi propio pecado, y no del ajeno, cometido en mí o en otro, puesto que: El alma que pecare, ésa morirá.

En consecuencia, pues, sin duda alguna, no debemos pecar nosotros para que no pequen más gravemente otros, ya en nosotros, ya en otros. Así, debemos meditar, en eso que hizo Lot, para ver si es un ejemplo a imitar o más bien a evitar. Pues más bien se puede ver y notar, que como un mal tan horrible amenazase a sus huéspedes, por la impiedad ignominiosa de los sodomitas, cuando la quería alejar y no podía, de tal modo se conturbó el alma del justo que quiso hacer lo que la nebulosa tempestad del temor humano y no la tranquila serenidad de la ley divina pedía. Y, así, consultado por nosotros, clamará que no debemos hacerlo así, y nos mandará que evitemos nuestros propios pecados, de tal modo que no pequemos, en absoluto, ni por temor alguno a los pecados de otros. Pues aquel justo varón conturbado por el temor a los pecados ajenos, que nada pueden manchar sino por el consentimiento, no atendió a su pecado por el que quiso someter a sus hijas a la lujuria de los impíos. Cuando leemos estas cosas en las santas Escrituras, no debemos pensar que porque creemos que así se han hecho, así las debemos hacer, no sea que vayamos a violar los preceptos por imitar, servilmente, los ejemplos.

¿O, acaso, porque David juró que había de matar a Nabal, aunque después impulsado por la clemencia no lo hizo, vamos nosotros a imitarle jurando, temerariamente, cumplir lo que más tarde vemos que no debe hacerse? Como el temor perturbó a Lot hasta hacerle optar por prostituir a sus hijas, la ira trastornó a David para que jurara temerariamente. Finalmente, si nos fuera posible preguntarles por qué hicieron esas cosas, uno respondería: El temor y el temblor vinieron sobre mí y me envolvieron las tinieblas. Y el otro podría decir: Mi vista se turbó cegada por la cólera. No debe, pues, extrañarnos que se turbara el primero, envuelto en las tinieblas del temor, ni que el segundo, cegado por la cólera, no viera lo que debió ver, de modo que ambos hicieran lo que no debieron hacer.

Al santo rey David, justamente se le pudo decir que no debió haberse encolerizado ni siquiera contra el ingrato que le devolvía mal por bien. Pues aunque, como humano, la ira le sorprendió, no debió imponerse tanto que llegase a jurar lo que no podía hacer sin ser un despiadado, ni dejar de cumplir sin ser un perjuro. En cuanto a Lot, acosado por las locuras libidinosas de los sodomitas, ¿quién se atrevería a decirle: aunque tus huéspedes, en tu casa, en la que les has forzado a alojarse con fogosa humanidad, sean sometidos y oprimidos por unos hombres impúdicos y sufran infamias que solo se pueden cometer con las mujeres, nada temas, por nada te preocupes, no te espantes, no te horrorices ni tiembles? ¿Quién se atrevería a decir estas cosas al piadoso hospedero, aunque fuese un compañero de aquellos empecatados? Con muchísima más razón se le diría: Haz lo que puedas, para que no ocurra lo que, con razón, temes. Pero que este temor no te empuje a ser responsable de la maldad que cometerían tus hijas si consintieran en pecar con los sodomitas, ni de su forzada violación en caso de que no la consintiesen. No cometas tú un gran pecado por mucho que te horrorice otro pecado ajeno mayor. Pues, por mucha diferencia que haya entre el pecado tuyo y el ajeno, el tuyo será siempre tuyo y el ajeno será ajeno. A no ser que, para defender a Lot, alguno quisiera verse apremiado a razonar de esta manera y diga: Mejor es recibir una injuria que cometerla. Ahora bien, como los huéspedes de Lot no iban a cometer una injuria sino a recibirla, este santo varón prefirió que sus hijas sufrieran esta ofensa en lugar de sus huéspedes, porque él era dueño de sus hijas, y sabía que ellas no pecarían, sino que tolerarían que se pecase con ellas sin consentir en el pecado. Además, no eran ellas las que se ofrecían al estupro, aunque lo permitieran para evitar que se cometiese con los hombres, es decir, con sus huéspedes, y, por tanto, tampoco eran responsables de sumisión voluntaria a la pasión libidinosa ajena. Tampoco el padre pecaba al no ofrecerse a sí mismo, en lugar de sus huéspedes, aunque hubiese sido menor el mal de pecar con uno que con dos hombres, y hubiera podido resistir con todas sus fuerzas para que ningún consentimiento le manchara, pues aunque el frenesí sensual llegase al extremo de rendir las fuerzas corporales, el consentimiento ajeno no podría mancharle si él no consentía. Por otra parte, tampoco pecaba al ofrecer a sus hijas, ya que no las forzaba a pecar, sino únicamente a tolerar la violación sin consentir en ella. De hecho, ellas no pecaban, sino que sufrían a los pecadores. Es como si Lot hubiera ofrecido sus siervos a la furia mortal de unos bandidos, para evitar que sus huéspedes sufrieran las heridas de la muerte. De esta cuestión no voy a discutir, porque no acabaría nunca, es decir: si el señor usa correctamente de su derecho de potestad sobre el siervo, si puede exponer a su siervo inocente a la muerte para que un amigo del mismo, también inocente, no sea maltratado en su casa por unos violentos malvados.

Pero, ciertamente, de ningún modo se puede decir correctamente que David debía haber jurado hacer lo que después vio que no debía hacer. Y, por eso, constatamos que no todo lo que los santos y justos varones han hecho legítimamente, debemos tenerlo siempre como norma de costumbres. Antes bien, se nos invita a considerar con qué amplitud hay que aplicar y a cuántos hay que extender la palabras del Apóstol: Hermanos, aunque, ofuscado, alguien cometiese algún delito, vosotros, que sois espirituales, instruidle con espíritu de mansedumbre; fíjate en ti mismo, no sea que también tú seas tentado. Ofuscaciones son esas situaciones en las cuales se delinque, ya porque no se ve qué es lo que se debe hacer ni el momento apropiado, o, si es que uno lo ve, es vencido, de modo que se comete el pecado, ya sea porque se oculta la verdad o porque empuja la debilidad.

CMend IX

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