Señor, auméntanos la fe
Es un pasaje muy
breve el que nos presenta hoy la liturgia. A pesar de su brevedad, tiene dos
partes que merece la pena destacar: En la primera, Jesús se refiere al tema
fundamental de la fe; o más concretamente, al poder de la fe. La segunda
presenta una parábola para pedir a sus discípulos que evangelicen y sirvan siempre con humildad.
A lo largo de su
convivencia con el Maestro los discípulos le habían oído hablar muchas veces de
la necesidad de tener fe cuando le pedían alguna curación. A la mujer cananea,
que le pedía a Jesús la curación de su hija, le dice: Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas (Mt 15,
28). En otro lugar Jesús elogia la fe del centurión que le suplicaba la
curación de su criado. Dice a la gente: Os
digo que ni en Israel he encontrado tanta fe (Lc 7, 9). Y ocurría lo mismo
en muchas otras ocasiones.
De ahí que sus
discípulos, ante la tarea, "sobre-humana" para ellos, de anunciar el
Evangelio por todo el mundo, caen en la cuenta de la enorme desproporción entre
la misión que les sería encomendada y su poca fe. Se ven una tanto desarmados y
débiles para emprender su tarea. De ahí, la súplica que dirigen a Jesús: Señor, auméntanos la fe. Le piden más cantidad de fe, y
Jesús les ofrece, o les pide, calidad.
Tener fe como un grano de mostaza es llevar muy
dentro la vitalidad riquísima de la gracia que empuja a la misma fe a su
crecimiento y maduración. La fe, inicialmente, es una semilla muy pequeña, pero
llena de vida; se planta o se siembra en el corazón de quien se bautiza y está
llamada a ser, con el tiempo, arbusto capaz de producir fruto abundante. Y
podrá acoger y albergar a muchos hermanos para formar con ellos una verdadera
fraternidad de creyentes, hijos de Dios.
La fe viene a ser
un encuentro personal permanente con la persona de Jesús. Es vida nueva
infundida por el Espíritu, acogida en el corazón del creyente, y que lo
transciende. Es tarea y compromiso. Es fuerza, porque "mueve
montañas"; es amor, ya que sin él sería una fe muerta. Unida a la fe y la
esperanza, es gozo pleno en el alma de quien cree. Es puro dinamismo porque
lleva muy dentro de sí el poder el Espíritu que anima, empuja y sostiene. Es
luz para "ver lo que no podemos ver" y creer a pesar de todo. Le
ocurrió a Tomás en su encuentro con Cristo Resucitado. Es don recibido de lo
alto y que pide acogida para convertirse a su vez en don para los demás.
Es inicialmente
pequeñita, como el grano de mostaza, pero capaz de mover montañas, es decir, de
conseguir cosas grandes en la vida del espíritu. La fe de Mónica, unida a la
oración por su hijo, fue capaz de derribar la montaña que Agustín había
levantado con su soberbia e hinchazón. Y, a su vez, la fe, todavía pequeñita de
Agustín convertido, lo empujó a implantar un nuevo estilo de vida con un grupo
de compañeros para vivir el evangelio como hermanos y ser testigos nuevos de
Cristo.
La fe es una
experiencia íntima, personal y fascinante de una presencia nueva. Quien la ha
vivido, se ha sentido movido por la gracia y se han abierto ante él horizontes
nuevos en su vida. Se dará cuenta, entonces, de que los criterios de este
mundo, si no estuvieran, consciente o inconscientemente, arraigados en la
fe, no tendrían consistencia alguna, por
decir lo menos.
En la segunda
parte aparece una parábola breve y sencilla para inculcarnos que debemos servir
siempre con humildad al hermano y aun al mismo Dios. Está dirigida en primer
lugar a los apóstoles para decirles que, aunque hayan trabajado mucho en la
predicación del Evangelio y en la implantación y extensión del Reino, no deben
vanagloriarse ni darse nunca por satisfechos. Pero está dirigida también a
todos nosotros que nos afanamos en hacer el bien y en sembrar su palabra de
vida. Además, nunca será suficiente lo que hagamos.
Debemos reconocer
siempre nuestra inutilidad con el fin de acudir a Dios con humildad y plena
confianza para que él sea la fuerza en nuestra debilidad. Sin Dios,
"siervos inútiles somos". Los sarmientos dan fruto sabroso y
abundante en la medida en que están unidos al tronco de la vid. No podrían
vanagloriarse de los hermosos racimos de uva que de ellos cuelgan, y si
confiaran sólo en su propia vitalidad. Es un decir.
Todo creyente debe hacer suyas las palabras de
San Pablo, cuando dice de sí mismo: Predicar el Evangelio no es para
mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si
no predicara el Evangelio! (I Co 9, 16). Y se puede predicar el Evangelio principalmente con el testimonio de la propia
vida, sin ocultar nunca nuestra fe, dejarla que brille como luz en la tiniebla.
Es la recomendación del mismo Jesús: Brille
así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den
gloria a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5, 16). No nos podemos
gloriar de nuestra luz, porque, si brilla y alumbra, es porque está prendida en
la de Cristo, que es la luz origen de toda luz.
Hay pastores, dice san Agustín, que se pastorean a sí
mismos y dejan que sus ovejas pasen hambre y sed. Podría ocurrir esto mismo en
muchos de nosotros. Y ocurre que algunos, no sé si muchos, buscan el aplauso y
el reconocimiento de lo que dicen o hacen, o se creen que tienen el don de la
elocuencia, o abusan de su palabra fácil..., y se pastorean a sí mismos.
Quienes les oyen, los admiran, pero la palabra de Dios ha quedado oculta. Y no
caen en la cuenta de que sus capacidades oratorias son un don que de Dios han
recibido. Por eso se aúpan a sí mismos. Olvidan que Dios se revela sólo a los
humildes y sencillos de corazón (Mt 11, 25-27).
Por eso Jesús nos dice que sirvamos con humildad, que prediquemos o demos testimonio de vida con sencillez. Hasta nos aconseja que aprendamos de él (Mt 11, 29). Nos anima a no tener miedo nunca. Habla de posibles persecuciones y dice: Cuando os entreguen, no os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis: en aquel momento se os sugerirá lo que tenéis que decir, porque no seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros (Mt 10, 19-20). Son palabras para tiempos de persecución, pero aplicables a cualquier momento o situación que se nos pueda presentar.
San Agustín:
Tu fe es tu justicia, porque ciertamente, si crees, evitas los pecados; si los evitas, intentas obras buenas; y Dios conoce tu intento, y escudriña tu voluntad, y considera la lucha con la carne, y te exhorta a que pelees, y te ayuda a vencer, y contempla al luchador, y levanta al que cae y corona al que vence (CS 32,2,s.1,4).
P. Teodoro Baztán
Basterra, OAR
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