miércoles, 29 de junio de 2011

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Fraternidad Seglar u Orden Tercera

Estamos ante una multiplicidad de términos que delata, primero, obscuridad e indefinición conceptual, y, luego, insatisfacción, desasosiego, búsqueda " Se diría que las órdenes terceras, que tan fuertemente sufrieron la crisis que sacudió al asociacionismo católico a mediados del último siglo, no terminan de encontrar su puesto. Quizá sea vano esperar que lleguen a encontrarlo de una vez para siempre. Quizá éste tenga que ser mudable, como mudable es nuestro mundo. Por otra parte, vivir en un mundo cambiante no debería asustar al discípulo de Agustín, habituado a la búsqueda perpetua, a la confrontación constante con el arquetipo ideal, con la perfección divina y, por tanto, siempre consciente de la imperfección y precariedad de todo logro humano.
El Código de Derecho Canónico en vigor desde 1983, dio a las órdenes terceras plena ciudadanía en la Iglesia actual e incluso las miró con predilección. Al tratar del asociacionismo no quiso mencionar asociaciones concretas, pero hizo una excepción con las órdenes terceras.
En el canon 303 especificó sus cuatro rasgos fundamentales: aspiración a la perfección cristiana, actividad apostólica, secularidad y conexión con un instituto religioso. Lo demás lo dejó a la voluntad de las diversas órdenes.

Rasgos fundamentales

Aspiración a la perfección
Actividad apostólica
Secularidad
Conexión con un instituto religioso

Nuevo interés por la Orden Tercera

En estos últimos lustros ha crecido entre nosotros, al igual que en otros institutos religiosos, la atención a los laicos de nuestro entorno. La chispa partió hacia 1980 de Estados Unidos, donde la Orden Tercera había alcanzado cierto vigor en la década de los 50. Poco después los peruanos siguieron su ejemplo y la Orden retomó el tema. Los capítulos generales de 1980 y 1986 animaron a los religiosos a implantar la Fraternidad en sus ministerios y encargaron a la curia general la redacción de la regla y estatutos que deberían regir su vida. En 1984 la Santa Sede aprobó la Regla de Vida; en 1991 aparecieron el Manual y el Ritual; y en 1995 le llegó el turno a la Guía para erigir la Fraternidad. En esos textos ha quedado plasmada una idea de la Fraternidad más cercana a la teología y a la mentalidad actual, y a la vez más fiel al alma agustiniana de la Orden. No en vano nacían en un momento de creciente reflexión carismática.
Volvía a producirse un fenómeno fácilmente detectable en la historia de la Orden. Los periodos de relativa prosperidad de nuestra Orden Tercera coinciden con momentos de plenitud carismática. Crece y se desarrolla cuando los frailes sienten su identidad carismática; decae y muere cuando ésta se desdibuja y los frailes buscan inspiración en tradiciones diferentes, generalmente menos exigentes.

Breve recorrido histórico

La Orden Tercera Agustino-Recoleta no ha sido nunca numerosa. La historia primitiva de la Orden habla de terciarias y terciarios particulares en torno a los conventos de Madrid, Alcalá, Nava del Rey, Toledo y otros; y de grupos organizados en la ciudad de Granada, donde entre 1655 y 1676 dos comunidades de mantelatas o beatas darían vida a los dos conventos de agustinas recoletas de clausura actualmente existentes. Pero fue en las misiones del Extremo Oriente donde terciarios y terciarias alcanzaron su mayor florecimiento. En el siglo XVII terciarias y terciarios filipinos viven en estrecha comunicación con los misioneros recoletos, a los que sirven de intérpretes, maestros y catequistas. Hacia 1650 encontramos una comunidad de terciarias en Bolinao (Zambales), y a principios del siglo XVIII aparece otra a la sombra de la basílica de San Sebastián de Manila. En 1929 ésta se convertiría en congregación religiosa, la de las Hermanas Agustinas Recoletas. En Japón en torno a nuestros misioneros giran cientos de terciarios, de los cuales varias decenas sellaron su vida con la sangre del martirio.

Magdalena de Nagasaki (1611-1634), canonizada en 1987, es su representante más excelsa. El siglo XIX no fue favorable para la vida religiosa. Los frailes carecen durante todo él de libertad para organizar su vida. En España (1835) y Colombia (1861) se les despoja de sus bienes, se les expulsa de sus conventos y se les impide vivir en comunidad. Subsisten los misioneros de Filipinas, pero férreamente encuadrados en el marco político español, desvinculados de Roma y, en parte, de sus superiores, y obligados a abrazar una vida más propia de sacerdotes diocesanos que de religiosos. Las tradiciones propias caen en el olvido y la Orden Tercera desaparece del mapa recoleto.

El siglo terminó trágicamente. La Orden perdió 34 religiosos en la Revolución Filipina (1896- 1898), otros 90 fueron encarcelados y los demás buscaron refugio en los dos conventos de Manila o en la fuga a España. Pero, paradójicamente, la tragedia trajo la libertad y, con ella, un nuevo amanecer. La Orden pudo reorganizar su vida, se extendió por otros países, diversificó su apostolado, mejoró sus estudios y recuperó los valores más propios de su espiritualidad. Uno de ellos sería la Orden Tercera.

Al principio la Orden dio la preferencia a la Cofradía de la Virgen de la Consolación, que en los primeros años del siglo XX quedó establecida en gran parte de sus ministerios. Cuando unos lustros más tarde se comenzó a implantar la Orden Tercera, ésta encontró en la Cofradía un buen vivero. Uno de los primeros síntomas de este nuevo interés aparece en 1917 con la publicación del Catecismo del terciario por el padre Pedro Fabo. Poco después la provincia de Santo Tomás la instala en Granada (1918), Motril (1919) y Monachil (1919) y a renglón seguido en algunas residencias de Brasil. La celebración del Centenario de la muerte de san Agustín (1930) deparó otra ocasión para su instalación en algunas otras partes (Marcilla). Tras el paréntesis impuesto por la guerra civil española y la guerra mundial, el General, padre Feliciano Ocio, volvió a recomendar su difusión, “porque redundaría en provecho de las almas y en gloria de Dios y de nuestra Recolección” (1950). El año anterior había promovido la publicación del Manual de los terciarios seculares, con algunas indicaciones elementales sobre el modo de erigir las órdenes terceras, su espiritualidad y su régimen. Pero éstas sólo durante el largo generalato del padre Eugenio Ayape (1950-62) reciben el espaldarazo definitivo. El capítulo general de 1950 recomendó su instalación como un modo de celebrar dignamente el Centenario de san Agustín, y Ayape la urgió tanto en sus visitas como en documentos públicos (13 noviembre 1951) y cartas privadas. En 1951 el capítulo de la provincia de San José, haciéndose eco de esas orientaciones, ordenó su erección en todas las casas formadas de la provincia. En 1954 la residencia venezolana de San Cristóbal contaba con 550 terciarios. Poco a poco otras provincias imitan su ejemplo. En 1962 la Orden contaba con 4.000 terciarios, esparcidos por toda la geografía recoleta. En los años siguientes aparecieron nuevas hermandades, hasta que hacia 1968 su desarrollo quedó truncado a causa de un nuevo cuestionamiento de las asociaciones religiosas que siguió al concilio Vaticano II.

Orden Tercera y carisma

Este recorrido histórico revela la existencia de una relación profunda entre Orden Tercera y carisma. Cuando se cree en el carisma, se tiende a difundirlo e incluso se comunica sin pretenderlo. Por otra parte, la Orden Tercera conduce casi automáticamente a reflexionar sobre la vida misma de la Orden y confirma la validez de la intuición de Juan Pablo II en su exhortación apostólica Christifideles laici (n. 55) sobre la interdependencia de los diversos estados de vida existentes en la Iglesia. Están ordenados unos a otros, se necesitan, se buscan y se benefician de su contacto. El aislamiento lleva al individualismo, al egoísmo corporativo y, en definitiva, a la esclerosis espiritual y a la infecundidad apostólica. En la espiritualidad de Agustín, en su talante vital, el terciario o hermano secular encuentra respuesta a sus preguntas más inquietantes, a sus aspiraciones más profundas. Aprende a considerarse peregrino en tierra extraña, siempre en camino hacia la patria; su vida es búsqueda incesante, como una flecha disparada hacia Dios y que no descansa hasta alcanzar el objetivo. Y ese objetivo no es otro que el "Dios escondido e inmenso":

“Busquemos a Dios con su ayuda.
Busquemos a quien hay que hallar;
busquémosle una vez hallado.
Para que se le halle buscándole, está oculto;
para que, una vez hallado, se le busque,
es inmenso” (Evangelio Juan. Tratado 63, 1).
“Caminad, avanzad, hermanos míos;
no caminéis perezosamente ["]
Nunca te complazcas en lo que eres,
si quieres llegar a lo que todavía no eres;
porque en cuanto te complazcas, te estancas.
Cuando digas: “Ya basta”, has perecido.
Añade siempre algo,
camina continuamente,
avanza sin parar; no te pares en el camino,
no retrocedas, no te desvíes.
Quien no avanza, está parado;
quien vuelve al lugar de donde había partido,
retrocede” (Sermón 169,9).

Y esa búsqueda ha de hacerse no en soledad sino en comunión con otros hermanos, con los cuales está llamado a constituir una auténtica familia; una familia que nace de la caridad y de la humildad, crece con la oración, la confianza mutua, el diálogo y la solidaridad, y se abre a todos los hombres a través de los más diversos servicios. Agustín muestra a sus discípulos que es posible constituir una sociedad humana que no esté basada en la riqueza, la ambición y el dominio de unos sobre otros, sino en la renuncia al interés propio y en la apertura y aprecio al otro.

Ángel Martínez Cuesta, OAR

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