viernes, 22 de agosto de 2014

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De la mano de San Agustín

Mt. 22,34-40  Y son los buenos y malos amores los que hacen buenas o malas las costumbres

Tal es el premio de los justos. Con la esperanza de alcanzarlo, llevamos, más bien con tolerancia que con gozo, esta vida temporal y mortal. Toleramos con fortaleza, sus males tanto con el buen consejo como con el favor de Dios, porque ya nos gozamos con la fiel promesa divina de los bienes eternos y en nuestra fiel expectación de ellos. Exhortándonos a ello el apóstol Pablo, dice: Gozando en la esperanza, sufriendo en la tribulación. Así nos explica el padecer en la tribulación, hablándonos antes del gozar en la esperanza. A esa esperanza te exhorto por Jesucristo nuestro Señor. Ese mismo Maestro divino, cuando aún ocultaba la majestad de la divinidad y mostraba la debilidad de la carne, no sólo nos lo enseñó con el oráculo de su palabra, sino también con el ejemplo de su pasión y resurrección. En lo uno mostró lo que hemos de soportar, y en lo otro lo que hemos de esperar. Los filósofos merecerían la divina gracia, si no fueran tan altivos e hinchados de soberbia, empeñados vanamente en fabricarse aquí una vida bienaventurada, que sólo Dios prometió que daría después de esta vida a sus adoradores. Más eso tiene la otra afirmación del mismo Cicerón que dice: «Porque esta vida es en realidad una muerte, de la cual podría lamentarme, si así lo quisiese». ¿Cómo se demostrará que es bienaventurada si se la lamenta con razón? ¿No es cierto que, porque se la lamenta con razón, se demuestra que es mísera? Por ende, te ruego, buen varón, que te acostumbres a ser ahora bienaventurado en la esperanza, para que llegues a serlo en la realidad cuando tu piedad perseverante sea premiada con el don de la felicidad eterna.

 Verdad es que también en esta vida la virtud no es otra cosa que amar aquello que se debe amar. Elegirlo es prudencia; no separarse de ello a pesar de las molestias es fortaleza; a pesar de los incentivos, es templanza; a pesar de la soberbia, es justicia. ¿Y qué hemos de elegir para amarlo con predilección, sino lo mejor que hallemos? Eso es Dios. Si en nuestro amor le anteponemos algo o lo igualamos con El, no sabemos amarnos a nosotros mismos. Porque tanto mejor nos ha de ir cuanto más nos acerquemos a aquel que es el mejor de todos. Y vamos hacia El no con los pies, sino con el amor. Tanto más presente le tenemos cuanto más puro sea el amor con que a El tendemos. No se extiende o queda incluido en espacios locales, ni se puede ir con los pies, sino con las costumbres, a aquel que en todas partes está presente en su totalidad. Nuestras costumbres suelen juzgarse no según lo que cada uno sabe, sino según lo que cada uno ama. Y son los buenos y los malos amores los que hacen buenas o malas las costumbres. Por nuestra maldad estamos lejos de la rectitud de Dios; amando lo recto nos rectificamos, para poder adherirnos a lo recto, siendo rectos.

 Tratemos, pues, con todas nuestras fuerzas de que lleguen también a El aquellos a los que amamos como a nosotros mismos10, si amando a Dios sabemos ya amarnos a nosotros mismos. Porque Cristo, es decir, la Verdad, dice que toda la ley y los profetas se condensan en dos preceptos: Amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, y amar al prójimo como a nosotros mismos (Mt 22,37-40). En este lugar hemos de entender próximo o prójimo, no al allegado por los lazos de la sangre, sino por la comunidad de la razón en la que vivimos asociados todos los hombres. Si el dinero asocia a los hombres, ¿cuánto más los asocia esa razón de la naturaleza que es común, no por ley de negocio, sino por ley de nacimiento? El resplandor de la verdad no se oculta a los ingenios claros. Por eso el cómico pone en boca de un viejo estas palabras dirigidas a otro viejo: ¿Tan descansado estás de tus asuntos para preocuparte de los ajenos, que nada te atañen? Y el otro viejo responde: Hombre soy, y nada de lo humano deja de interesarme. Dicen que esa salida la aplaudió el teatro en pleno, aunque estaba atestado de necios e ignorantes. De tal modo la comunidad de las almas humanas toca el afecto natural de todos, que no se halló en el teatro un hombre que no se sintiera próximo o prójimo de todos.

Con ese amor que la ley divina exige debe el hombre amar a Dios, a sí mismo y al prójimo. Mas no por eso se dieron tres mandamientos. No se dice «en estos tres», sino en estos dos preceptos se condensa la ley y los profetas; es decir, en el amor de Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente, y en el amor al prójimo como a sí mismo11. Así Dios nos dio a entender que no hay más amor con que uno se ame a sí mismo que el amor a Dios. Hay que decir que se odia quien se ama de otra manera, pues se hace inicuo y se priva de la luz de la justicia, cuando se aparta del bien superior y mejor y se vuelve hacia los bienes míseros e inferiores, aunque sea hacia sí mismo. Entonces se realiza en él lo que con verdad fue escrito: Quien ama la iniquidad, odia su propia alma12. Nadie, pues, se ama a sí mismo sino amando a Dios; por eso no era menester, al dar el precepto de amar a Dios, mandar al hombre que se amase a sí mismo, pues con amar a Dios se ama a sí mismo. Y debe amar a Dios y al prójimo como a sí mismo, llevando a quien pudiere a servir a Dios, ya con el consuelo de la beneficencia, ya con la instrucción de la ciencia, ya con el rigor de la disciplina, sabiendo que en esos dos preceptos se condensan la ley y los profetas.

Carta 155, 4,13-15.

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