miércoles, 19 de noviembre de 2014

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De la mano de San Agustín (15)

Lc 19, 11-28  Tú sabes, Señor, que no callé

 Los mercenarios, pues, huyen cuando ven al lobo, cuando ven al salteador. Había empezado a deciros que, desde su sitial más elevado, no pueden decir sino «Haced el bien, no perjuréis, no defraudéis, no engañéis a nadie». No obstante, a veces viven de tal manera que tratan con el obispo sobre cómo desposeer a otro de su quinta y le piden consejo al respecto. Alguna vez me ha sucedido a mí; hablo por experiencia; si no fuera así, no lo creería. Son muchos los que me piden consejos malvados: sobre cómo mentir, sobre como engañar, pensando que me siento complacido. Pero, en el nombre de Cristo, si agrada al Señor lo que estoy diciendo, ninguno de los que me mentaron en ese sentido halló en mí lo que quería. Porque, si así lo quiere el que me llamó, soy pastor, no mercenario. Pero ¿qué dice el Apóstol?: A mí lo que menos me importa es ser juzgado por vosotros o por algún tribunal humano; pero tampoco me juzgo a mí mismo; pues aun cuando de nada me acuse la conciencia, no por eso quedo justificado; quien me juzga es el Señor (1 Cor 4,3-4). 

Mi conciencia no es buena por el hecho de alabarme vosotros. ¿Por qué alabáis lo que no veis? Alabe quien la ve, sea él también quien me corrija, si ve en ella algo ofensivo para sus ojos. Porque tampoco yo me tengo por totalmente sano, sino que golpeo mi pecho y digo a Dios: «Séme propicio, para no pecar». Con todo, creo —hablo en su presencia— que nada busco fuera de vuestra salvación; que a menudo gimo por los pecados de nuestros hermanos, que me hacen violencia y atormentan mi espíritu, y a veces los corrijo; mejor, nunca dejo de corregirlos. Testigos son cuantos recuerdan lo que estoy diciendo: cuántas veces he corregido, y duramente, a hermanos pecadores.
 
Y ahora entro en cuentas con Vuestra Santidad. Vosotros sois, en el nombre de Cristo, el pueblo de Dios; el pueblo católico, miembros de Cristo. No estáis separados de la unidad; estáis en comunión con los miembros de los apóstoles, en comunión con las memorias de los santos mártires, extendidos por todo el orbe de la tierra; estáis confiados a mis desvelos, para dar de vosotros buena cuenta. La cuenta, en fin, que tengo que dar, vosotros la sabéis. 

Señor, tú sabes que hablé, sabes que no callé, sabes con qué intención hablé, sabes que lloré ante ti cuando hablaba y no se me escuchaba. Ésta pienso que es toda la cuenta que tengo que dar. El Espíritu Santo me ha dado seguridad por medio del profeta Ezequiel. Conocéis el pasaje del centinela: Hijo del hombre —dice—, yo te he puesto de centinela de la casa de Israel. Si yo digo al malvado: «Malvado, vas a morir...» y tú no le hablas —esto es, yo te digo a ti esto para que lo digas tú— si no se lo anuncias, y viene la espada y se le lleva — es decir, aquello con que amenacé al pecador— el malvado morirá, desde luego, por su maldad, pero reclamaré su sangre al centinela. ¿Por qué? Porque no habló. Pero si el centinela ve venir la espada y toca la trompeta para que huya, y el malvado no reflexiona, —o sea, no se corrige para no encontrarse en el suplicio con que Dios le amenaza—; y viene la espada y se lleva a alguien, el malvado morirá en su maldad, pero tú has salvado tu vida (Ez 33, 7-9)

Y en aquel otro pasaje del evangelio, ¿qué otra cosa dice al siervo? Al decirle este:  Señor, sabía que eres hombre difícil o severo, porque siegas donde no sembraste y recoges donde nada esparciste; por lo cual, temeroso, me fui y escondí tu talento bajo la tierra; ve que tienes aquí lo tuyo?. A lo que el Señor respondió: Siervo malvado y holgazán, puesto que sabías que soy hombre difícil y duro, y que siego donde no he sembrado y recojo donde no he esparcido , esta mi avaricia debía haberte advertido aún más de que busco obtener ganancia de mi dinero (Lc 19, 20-23). Convenía, pues, que hubieses entregado mi dinero a los prestamistas y, al venir yo, hubiese reclamado lo mío56. ¿Acaso habló de dar y reclamar? Yo, hermanos, me limito a dar; llegará él, que será quien exija. Orad para que nos encuentre preparados.

Sermón 137, 14-15.

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