viernes, 27 de febrero de 2015

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De la mano de San Agustín (24)

Sobre la prudencia

 Examinemos ahora la virtud llamada prudencia. ¿Toda su vigilancia no consiste en discernir los bienes de los males para procurar unos y evitar los otros, de forma que no se deslice ningún error? ¿Y no está con ello evidenciando que nosotros nos hallamos en medio del mal, o que el mal se halla entre nosotros? Ella nos enseña que el mal está en caer en el pecado, consintiendo en las bajas pasiones, y el bien en no consentirlas y evitarlo. Con todo, ese mal, al que la prudencia nos enseña a resistir y cuya victoria logramos mediante la templanza, ni una ni otra virtud consigue eliminar de esta vida.

Hablemos de la justicia. Su objeto es dar a cada uno lo suyo (de aquí que en el mismo hombre haya un orden natural justo: el alma se somete a Dios y la carne al alma. Así, alma y carne están a Dios sometidas). Pero ¿no está demostrando que aún se encuentra penando en este trabajo más bien que descansando por haberlo terminado? El alma tanto menos está sometida a Dios cuanto menos Dios está presente en su pensamiento. Y tanto menos la carne está sometida al alma cuanto más lucha con sus apetencias contra el espíritu. Y mientras estemos arrastrando esta debilidad, este achaque, esta peste, ¿cómo nos atreveremos a llamarnos liberados si no lo estamos todavía? ¿Cómo nos vamos a llamar bienaventurados con aquella felicidad definitiva?

Veamos también qué nos dice la virtud llamada fortaleza. Participará de toda la sabiduría que se quiera; pero es ella un testimonio irrefutable de los males humanos al sentirse obligada a tolerarlos con la paciencia. No comprendo cómo han tenido desfachatez los estoicos para negar que éstos son verdaderos males, llegando a reconocer que si se agrandasen hasta el punto de no poder o no deber soportarlos el sabio, está obligado a inferirse la muerte a sí mismo y emigrar de esta vida. En hombres como éstos, que pretenden encontrar aquí abajo el sumo bien y conseguir por sí mismos la felicidad, el orgullo ha llegado a un tal grado de aturdimiento, que el sabio según sus cánones, ese sabio que ellos describen con pinceladas de pasmosa vanidad, aunque llegue a quedarse ciego, sordo, mudo, paralítico, atormentado de dolores, cubierto, en fin, de todas las desgracias de este tipo que se puedan decir o imaginar, hasta el punto de sentirse obligado a suicidarse, todavía tienen la desfachatez de llamar bienaventurada a una vida así.

¡Oh qué vida tan feliz que recurre a la muerte para ponerle fin! Si es una vida feliz, continúese viviendo en ella. Pero si por unos males como éstos se pretende escapar de ella, ¿cómo va a ser feliz? ¿Conque son males estos que triunfan sobre un bien que es fortaleza, y no sólo la obligan a rendirse ante ella, sino que hacen disparatar diciendo que una vida así es feliz, pero que hay que huir de ella? ¿Cómo se puede estar tan ciegos para no ver que si es feliz no hay por qué escapar de ella? Pero si se ven obligados a confesar que hay que abandonarla por el peso de sus calamidades, ¿qué razón hay para no reconocer desgraciada esta vida, humillando su orgullosa cerviz? Una pregunta: ¿el célebre Catón se suicidó por paciencia o más bien por su impaciencia? Nunca habría hecho lo que hizo si hubiera sabido soportar pacientemente la victoria de César. ¿Dónde está su fortaleza? Se rindió, sucumbió, fue derrotado hasta abandonar esta vida, hasta desertar, hasta huir de ella. ¿O es que ya no era feliz? Luego entonces era desgraciado: ¿y cómo es que no eran males los que convertían la vida en desgraciada y repudiable?
C de D XIX,4, 4

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