viernes, 22 de mayo de 2015

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El don del Espíritu Santo

La ascensión del Señor recibió su complemento con la venida del Espíritu Santo, según sus palabras: Si yo no parto de vosotros, el Espíritu Santo no vendrá a vosotros (Jn 16,7). Les era necesario a los apóstoles un consolador, o, mejor, un espiritualizador, porque todavía eran carnales, y estaban asidos a la vida temporal del Señor: «Conviene que mi forma de siervo se os arrebate de vuestros ojos; como Verbo hecho carne, habito en vosotros; pero no quiero que sigáis amando carnalmente, y que, contentos con está leche, sigáis siendo siempre infantes. Conviene que yo me vaya, porque, si no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo. Si no os quito estas sopitas de leche, no aspiraréis nunca a los alimentos robustos; si os apegáis materialmente a la carne, no seréis capaces del Espíritu» (In lo. ev. tr. 94,4). 

Se trataba, pues, de dar reciedumbre, fuerza e interioridad a la fe en Cristo, de hacer verdaderos espíritus a sus seguidores. Para esto necesitaban recibir el nuevo don del Espíritu Santo, que los había de espiritualizar.

Más que un afecto carnal, «quería El que le tuviesen un afecto divino, y hacerlos, de carnales, espirituales; lo cual no lo consigue el hombre sino con el don del Espíritu Santo. Esto es, pues, lo que le viene a decir: Os envío el Don, con que os hagáis espirituales, es decir, el don del Espíritu Santo. Porque no podréis ser espirituales si no dejáis de ser carnales. Y dejaréis de ser carnales si la forma de la carne se os quita de los ojos para que la forma de Dios se os grabe en los corazones» (Sermón 270,2).

En otro lugar expresa el mismo pensamiento: «Si no se sustrae a vuestras miradas carnales la forma del hombre, no podréis percibir, sentir y pensar lo divino» (Sermón 270,2).

En otras palabras, el Espíritu Santo es el creador de la espiritualidad cristiana, porque con El los apóstoles comienzan a conocer, sentir y meditar lo que es auténticamente espiritual, es decir, lo divino, o, en términos más concretos, la divinidad de Jesús, que es el último término de todo movimiento espiritual. Tal es la obra de Pentecostés: introducir a los creyentes, por la fe, la inteligencia y el gusto de las cosas divinas, en el misterio de Cristo.

Entrar en contacto con Dios es el primer postulado de la espiritualidad, y esto se logra subiendo por la humanidad de Jesús y entrando en el conocimiento de su forma y secreto de Dios, de su igualdad con el Padre, de su grandeza de creador y regidor del mundo, de su gloria de santificador universal y cabeza de la Iglesia. No significa esto una renuncia a la humanidad de Jesús, pues ésta ofrecerá siempre a los espirituales el verdadero camino hacia Dios, que hay que andarlo siempre aun en las etapas más sublimes de la perfección cristiana, como hemos dicho en otro lugar.

San Agustín repite en este punto la doctrina de San Pablo, que exigía a los fieles de Corinto un régimen alimenticio superior (1 Cor 14,37). Comenta el Santo este pasaje: «Quiso ciertamente el Apóstol que tuviesen un conocimiento sólido de las cosas espirituales, donde no sólo se prestase la adhesión por la fe, sino también se tuviese cierto conocimiento; y por eso ellos creían en las mismas cosas que sabían los espirituales» (In Io. Ev. 98,2). Este conocimiento está expresado por San Agustín con los verbos capere, sentiré, cogitare: meditar, comprender, sentir las cosas divinas, o las que llama bona spiritualia (Enarrat. In ps. 11,6), lo cual exige al mismo tiempo «la innovación de las costumbres morales» (Enarrat. In ps. 6,2).

La fe y el conocimiento de la divinidad que el Espíritu Santo «injerta en los corazones de los fieles» no es la de un deísmo frío y abstracto en que corre peligro de convertirse, sino un afecto divino hacia el Verbo hecho carne. Por eso el Espíritu Santo no sólo trajo este impulso espiritualizador por el conocimiento y trato vivo de la persona de Jesús, sino también un amor nuevo; no carnal, sino espiritual, como el que empezó a calentar el mundo con la primitiva comunidad cristiana de Jerusalén: «Se reunieron todos y comenzaron a orar. Jesús había de enviarles después, pasados diez días, al Espíritu Santo para que los llenase de amor espiritual, quitándoles los deseos carnales. Porque ya les hacía entender a Cristo como era: el Verbo de Dios que estaba en el seno de Dios, por quien fueron creadas todas las cosas» (Sermón 264,4).

A la purificación de la fe seguía la purificación del amor, haciéndolo espiritual para adherirse espiritualmente a Cristo.

Con estas dos cosas, inteligencia espiritual y amor espiritual a Cristo, tenemos formada la espiritualidad cristiana ejemplar para todos los tiempos. Tales son los odres nuevos y el vino nuevo que trajo del cielo para hacer otros a los hombres (Sermón 267,1).

Tomado de: Agustín de Hipona. P. Victorino Capánaga.

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