domingo, 28 de junio de 2015

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Domingo XIII del Tiempo Ordinario (B) Reflexión

San Marcos nos sitúa de nuevo a la orilla del lago. Allí sale al encuentro del Señor el jefe de una sinagoga, probablemente la de Cafarnaúm, que se llamaba Jairo. Su oficio era responder por el lugar donde se reunía la comunidad cada sábado y promover el orden de las oraciones judías y la enseñanza. Su hija de sólo doce años está enferma, “en las últimas” como señala este hombre, rogándole a Jesús que vaya a su casa y que le imponga las manos para sanarla. El texto evangélico se interrumpe por la presencia de una mujer que padecía flujo de sangre y al tocar el manto del Señor, queda curada. 

El Papa Benedicto XVI, no hace mucho tiempo, nos sorprendió con la siguiente frase “Nos hemos de liberar de la falsa idea de que la fe ya no tiene nada que decir a los hombres de hoy”. Al acercarnos al evangelio de este domingo, nos encontramos con dos situaciones diferentes pero con una misma respuesta: la fe. La cuantía y nivel de la fe, los grados de adhesión y relación con Jesús, que eso es la fe, son distintos en cada persona. Pero la fe siempre supone el encuentro y diálogo personal con Él.
Jesús, a la hija de Jairo o a la mujer que padecía flujos de sangre, no les pide su carnet de identidad. Ni tan siquiera mira su procedencia, estatus o religión. Jesús, como siempre, va al fondo: les pide fe. Fe en Él. Y lo demás vendrá por añadidura.

Muchas veces nos quejamos de que antes, según parece, los milagros eran más frecuentes que ahora. No es verdad; todos los días -sin percatarnos de ello- en miles, en millones de lugares y en ambientes dispares, el Señor va haciendo de las suyas. Entre otras cosas porque, hoy como ayer, se va encontrando con gente que sufre, que llora, que muere, que se desangra….pero que no deja de tener fe en Jesucristo.

Este día, por lo tanto, es un momento muy apropiado para interpelarnos sobre la hondura y la radicalidad de nuestra fe. Incluso, sería bueno, que pensáramos cuánto hace que el Señor no ha obrado algún prodigio extraordinario en nuestro entorno, en nuestra familia, en nosotros mismos. ¿Tal vez porque no encuentra fe? La fe es la condición imprescindible para la actuación de Dios.

Resulta difícil hoy comprender la magnitud de la tragedia de la mujer que narra el texto. Cualquier hemorragia dejaba en estado de impureza por un tiempo. En este caso, doce años. Doce años en los que esta mujer no había recibido ni un beso, ni un abrazo, ni un apretón de manos de ningún ser humano. No podía tocar ni ser tocada. Ni su marido e hijos, si los tenía, podían saltarse la norma.  La sociedad entera la rechazaba. Sociedad hipócrita la que valora a las personas por los signos externos y no por lo que verdaderamente son. 

La mujer se atrevió, aunque no fue fácil. Cree que Jesús es el único que puede curarla. Se desembaraza de los prejuicios religiosos que le impiden ponerse en contacto con él. Se atreve a tocar a aquel hombre que emana bondad, comprensión y misericordia, que invitan a la confianza, a la fe. Se atrevió. Tocó para ser curada. Y se curó

Jesús quiere conocer a quien pone su fe en él. Sabía que alguien lo había tocado, pero no sabía quién había sido. No ha terminado el milagro. Quiere devolver la confianza en sí misma a aquella mujer.  Ayudarla a salir del anonimato. No era fácil confesar en público lo que había hecho. Su actuación había convertido en impuro a Jesús  (Lv 11, 44-45 – 15, 25-27). De nuevo ¡se atrevió! y fue capaz de sobreponerse a todos los miedos y a los “qué dirán”. 

Jesús llega a la casa de la niña que ha fallecido, impide la entrada en la casa a quienes forman el coro de los lamentos, a quienes se burlan de sus palabras e impiden que el corazón mantenga la esperanza. Palabras pronunciadas con firmeza, con convicción interna, que suenan a música celestial al padre y a la madre de la niña. 

Jesús actúa sin conjuros ni complicaciones. Todo fue sencillo. Tomó a la niña de la mano y le pidió que se levantara. Al tocar un cadáver, Jesús vuelve a hacerse impuro (El que toque un muerto, un cadáver humano, quedará impuro por siete días” (Núm 19,11), pero no le importa en absoluto ni le da ningún miedo. Toma la mano de la niña y le dice: “A ti te lo digo, levántate”.

Jesús me dice esas mismas palabras: "a ti te lo digo, levántate". Levántate de la pereza, de la rutina, de la indiferencia, del desánimo, de la prepotencia, del miedo, de la tristeza, del egoísmo... Jesús desea curarme, tocarme, venir a mi casa. Me dice: ten fe y basta. Tu fe te está curando. Me mira, me pregunta, me coge de la mano..., cura y salva.
P. Teodoro Baztán

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