lunes, 23 de noviembre de 2015

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De la mano de San Agustín ( 15 ):Paz y discordia

La familia humana que no vive de la fe busca la paz terrena en los bienes y ventajas de esta vida temporal. En cambio, aquella cuya vida está regulada por la fe está a la espera de los bienes eternos prometidos para el futuro. Utiliza las realidades temporales de esta tierra como quien está en patria ajena. Pone cuidado en no ser atrapada por ellas ni desviada de su punto de mira, Dios, y procura apoyarse en ellas para soportar y nunca agravar el peso de este cuerpo corruptible, que es lastre del alma (Sb 9,15). He aquí que el uso de las cosas indispensables para esta vida mortal es común a estas dos clases de hombres y de familias. Lo que es totalmente diverso es el fin que cada uno se propone en tal uso. Así, la ciudad terrena, que no vive según la fe, aspira a la paz terrena, y la armonía bien ordenada del mando y la obediencia de sus ciudadanos la hace estribar en un equilibrio de las voluntades humanas con respecto a los asuntos propios de la vida mortal.

La ciudad celeste, por el contrario, o mejor la parte de ella que todavía está como desterrada en esta vida mortal, y que vive según la fe, tiene también necesidad de esta paz hasta que pasen las realidades caducas que la necesitan. Y como tal, en medio de la ciudad terrena va pasando su vida de exilio en una especie de cautiverio, habiendo recibido la promesa de la redención y, como prenda, el don del Espíritu. No duda en obedecer a las leyes de la ciudad terrena, promulgadas para la buena administración y mantenimiento de esta vida transitoria. Y dado que ella es patrimonio común a ambas ciudades, se mantendrá así la armonía mutua en lo que a esta vida mortal se refiere.

Pero la ciudad terrena ha tenido sus propios sabios, rechazados por la enseñanza divina, que, según sus teorías, o tal vez engañados por los demonios, han creído como obligación el tener propicios, respecto de los asuntos humanos, a multi­tud de dioses. Cada realidad humana, según ellos, caería, en cierto modo, bajo la responsabilidad de un dios: a uno le correspondería el cuerpo, a otro el alma; y dentro del mismo cuerpo, a uno la cabeza, a otro la nuca, y así cada miembro a otros tantos dioses. Y en el alma algo semejante: a uno el ingenio, a otro la ciencia, a otro la ira, a otro la concupiscencia. Y en el campo de las realidades concernientes a la vida, a uno le asignan el ganado, a otro el trigo, a otro el vino, a otro el aceite, a otro los bosques, a otro el dinero, a otro la navegación, a otro las guerras y las victorias, a otro los casamientos, a otro el parto y la fecundidad, y así sucesivamente. Y dado que la ciudad celestial sólo reconoce a un Dios como digno de adoración y de rendirle el culto que en griego se llamaλατρεία , y cree con religiosa fidelidad que es exclusivo de Dios, el hecho es que no puede tener comunes las leyes religiosas con la ciudad terrena. De aquí surgió un desacuerdo inevitable. Comenzó a ser un peso para quienes pensaban de otra forma, y tuvo que soportar sus iras, sus rencores, la violencia de sus persecuciones. Sólo en alguna ocasión logró contener la animosidad de sus adversarios por el temor al gran número de sus adeptos y siempre con el divino auxilio.

Esta ciudad celeste, durante el tiempo de su destierro en este mundo, convoca a ciudadanos de todas las razas y lenguas, reclutando con ellos una sociedad en el exilio, sin preocuparse de su diversidad de costumbres, leyes o estructuras que ellos tengan para conquistar o mantener la paz terrena. Nada les suprime, nada les destruye. Más aún, conserva y favorece todo aquello que, diverso en los diferentes países, se ordena al único y común fin de la paz en la tierra. Sólo pone una condición: que no se pongan obstáculos a la religión por la que -según la enseñanza recibida- debe ser honrado el único y supremo Dios verdadero.

En esta su vida como extranjera, la ciudad celestial se sirve también de la paz terrena y protege, e incluso desea -hasta donde lo permitan la piedad y la religión-, el enten­dimiento de las voluntades humanas en el campo de las realidades transitorias de esta vida. Ella ordena la paz terrena a la celestial, la única paz que al menos para el ser racional debe ser reconocida como tal y merecer tal nombre, es decir, la convivencia que en perfecto orden y armonía goza de Dios y de la mutua compañía en Dios.

Cuando haya llegado a este su destino, ya no vivirá una vida mortal, sino absoluta y ciertamente vital. Su cuerpo no será ya un cuerpo animal, que por sufrir corrupción es lastre del alma, sino un cuerpo espiritual, libre de toda necesidad, sumiso por completo a la voluntad. En su caminar según la fe por país extranjero tiene ya esta paz, y guiada por la fe vive la justicia cuando todas sus acciones para con Dios y el prójimo las ordena al logro de aquella paz, ya que la vida ciudadana es, por supuesto, una vida social.
C de D XIX,17

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  1. Anónimo dijo... 23 de noviembre de 2015, 2:21

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