viernes, 12 de febrero de 2016

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De la mano de San Agustín (11): Los deleites del oído

Más tenazmente me enredaron y subyugaron los deleites del oído; pero me desataste y liberaste. Ahora, respecto de las melodías que están animadas por tus palabras, cuando se cantan con voz suave y armoniosa, lo confieso, me recreo algún tanto, no ciertamente que quede prisionero de ellas, sino que me desprendo cuando quiero. Sin embargo, juntamente con las palabras, que les dan vida y que hacen que yo les dé entrada, buscan en mi corazón un lugar preferente; pero yo apenas si se lo doy conveniente.

Otras veces, al contrario, me parece que les doy más honor del que conviene, cuando siento que nuestras almas se mueven más ardiente y religiosamente en llamas de piedad con aquellos textos sagrados, cuando son cantados de ese modo, que si no se cantaran así, y que todos los afectos de nuestro espíritu, en su diversidad, tienen en el canto y en la voz sus modos propios, con los cuales no sé por qué oculta familiaridad son excitados.

Pero aun en esto me engaña muchas veces la delectación sensual —a la que no debiera entregarse el alma para enervarse—, cuando el sentido no se resigna a acompañar a la razón de modo que vaya detrás, sino que, por el hecho de haber sido por su amor admitido, pretende ir delante y tomar la dirección de ella. Así, peco en esto sin darme cuenta, hasta que luego me la doy.

 Otras veces, empero, queriendo inmoderadamente evitar este engaño, yerro por demasiada severidad; y tanto algunas veces, que quisiera apartar de mis oídos y de la misma iglesia toda melodía de los cánticos suaves con que se suele cantar el Salterio de David, pareciéndome más seguro lo que recuerdo haber oído decir muchas veces del obispo de Alejandría, Atanasio, quien hacía que el lector cantase los salmos con tan débil inflexión de voz que pareciese más recitarlos que cantarlos.

Con todo, cuando recuerdo las lágrimas que derramé con los ?cánticos de la iglesia en los comienzos de mi conversión, y lo que ahora me conmuevo, no con el canto, sino con las cosas que se cantan, cuando se cantan con voz clara y una modulación muy adecuada, reconozco de nuevo la gran utilidad de esta costumbre.

Así fluctúo entre el peligro del deleite y la experiencia del provecho, aunque me inclino más —sin dar en esto sentencia irrevocable— a aprobar la costumbre de cantar en la iglesia, a fin de que el espíritu flaco se despierte a piedad con el deleite del oído. Sin embargo, cuando me siento más movido por el canto que por lo que se canta, confieso que peco en ello y merezco castigo, y entonces quisiera más no oír cantar.

¡He aquí en qué estado me hallo! Llorad conmigo y por mí los que en vuestro interior, de donde proceden las obras, tratáis con vosotros mismos algo bueno. Porque los que no tratáis de tales cosas no os habrán de mover estas mías. Y tú, Señor Dios mío, escucha, mira y ve, y compadécete y sáname (Sal 12,4); tú, a cuyos ojos estoy hecho un problema (mihi quaestio factus sum), y ésa es mi dolencia.
Confesiones X 33, 49-50

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