martes, 1 de marzo de 2016

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De la mano de San Agustín : (1) El perdón de las ofensas (Mt 18, 21—35)

El santo evangelio nos exhortó ayer a no desentendernos de los pecados de nuestros hermanos: Si tu hermano peca contra ti, corrígele a solas. Si te escucha, has recuperado a tu hermano; si, en cambio, te desprecia, toma contigo a dos o tres, para que, por el testimonio de dos o tres testigos, adquiera validez toda palabra. Pero si también los desprecia a ellos, comunícalo a la Iglesia (Mt 18,15-17). Y si desprecia a la Iglesia, sea para ti como un pagano y publicano. La continuación del pasaje que acabamos de escuchar hoy cuando se leyó versa sobre lo mismo. En efecto, habiendo dicho esto el Señor Jesús, intervino Pedro y preguntó al Maestro cuántas veces debía perdonar al hermano que hubiera pecado contra él; y quiso saber si bastaba con siete veces. El Señor le respondió: No sólo siete, sino hasta setenta y siete (Mt 18,22). Acto seguido refirió una parábola terrible en extremo: El reino de los cielos es semejante a un padre de familia que se puso a pedir cuentas a sus siervos, entre los cuales halló uno que le debía diez mil talentos. Y habiendo ordenado que se vendieran todos sus bienes e incluso él, su familia y servidumbre, y pagase así la deuda, cayendo de rodillas ante su amo, le pedía un plazo de tiempo, y obtuvo la remisión de su deuda. Como hemos escuchado, se compadeció de él su amo y le perdonó la deuda en su totalidad. Él, libre de la deuda, pero siervo de la maldad, después de salir de la presencia de su amo, encontró él a su vez a un deudor suyo que le debía, no diez mil talentos—ésta era su propia deuda—, sino cien denarios; agarrándolo por el cuello, comenzó a arrastrarlo y a decirle: Restituye lo que me debes. Aquel rogaba a su consiervo, del mismo modo que éste había rogado a su amo, pero no halló a su consiervo como éste había hallado a su amo. No sólo no quiso perdonarle la deuda; ni siquiera le concedió el plazo de tiempo. Libre ya de la deuda a su amo, echándole las manos al cuello lo llevaba a rastras para que le pagase. Esto desagradó a los consiervos, quienes comunicaron a su amo lo sucedido. El amo mandó presentarse al siervo y le dijo: Siervo malvado, aunque me debías tan gran suma, me apiadé de ti y te lo perdoné todo; ¿no convenía, por tanto, que también tú te apiadases de tu consiervo como lo hice yo contigo? Y ordenó que se le exigiese todo lo que le había perdonado (Cf Mt 18,23-34).

Esta parábola la propuso, pues, para instruirnos a nosotros y con esa amonestación pretendía evitar que pereciésemos. Así —dice— hará también con vosotros vuestro Padre celestial si cada uno de vosotros no perdona de corazón a su hermano (Mt 18,35). Ved, hermanos, que la cosa está clara; la amonestación es útil, y se le debe la obediencia realmente salutífera, que acabe en el cumplimiento de lo mandado. De hecho, todo hombre, a la vez que es deudor ante Dios, tiene a su hermano por deudor. Pues ¿quién hay que no sea deudor ante Dios, a no ser aquel en quien no puede hallarse pecado alguno? (Cf 1Jn 3,5) Por otra parte, ¿quién no tiene por deudor a su hermano, a no ser aquel contra quien nadie ha pecado? ¿Piensas que puede encontrarse en el género humano alguien que no esté endeudado con su hermano por algún pecado cometido contra él? Luego todo hombre es deudor, teniendo también algún deudor. Por esto, el Dios justo te fijó la norma de cómo actuar con tu deudor: lo que haga él mismo con el suyo. Dos son las obras de misericordia que nos liberan. El Señor las expuso brevemente en el Evangelio: Perdonad y se os perdonará; dad y se os dará (Lc 6,37-38). El perdonad y se os perdonará, inculca el perdón; el dad y se os dará inculca el otorgar un favor. Respecto a lo que dice del perdón, tú no sólo quieres que se te perdone tu pecado, sino que, además, tienes alguien a quien puedes perdonar. A su vez, por lo que se refiere al otorgar un favor, a ti te pide un mendigo, y tú eres mendigo de Dios. Pues cuando oramos, somos todos mendigos de Dios; estamos a la puerta del padre de familia; más aún, nos postramos y gemimos suplicantes, queriendo recibir algo, y este algo es Dios mismo. ¿Qué te pide el mendigo? Pan. ¿Y qué es lo que pides tú a Dios sino a Cristo que dice: Yo soy el pan vivo que he bajado del cielo? (Jn 6,51) ¿Queréis que se os perdone? Perdonad: Perdonad y se os perdonará. ¿Queréis recibir? Dad y se os dará.

Pero escuchad algo que en este precepto tan claro puede dejar dudas. A propósito de la concesión del perdón, sea el que uno pide, sea el que ha de otorgar al que se lo pide, pueden quedarnos dudas, igual que le quedaron a Pedro. ¿Cuántas veces —dijo— debo perdonar? ¿Basta con siete? No basta, respondió el Señor: No te digo: Siete, sino: Setenta y siete (Mt 18,21-22). Comienza ya a contar cuántas veces ha pecado contra ti tu hermano. Si pudieras llegar hasta setenta y ocho, es decir, pasar de las setenta y siete, entonces maquina ya tu venganza. ¿Es tan cierto eso que dice? ¿Están las cosas así, de forma que, si peca setenta y siete veces, has de perdonarle; pero, si peca setenta y ocho, ya te es lícito no perdonarle? Me atrevo, sí, me atrevo a indicarte que, aunque peque setenta y ocho veces, le perdones. Aunque peque ochenta y ocho veces —acabo de decir—, perdónale. Y si peca cien veces, perdónale. ¿Para qué estar dando cifras? Sin excepción, perdónale tantas veces cuantas peque. Entonces, ¿me he atrevido a sobrepasar la medida del Señor? Él puso el límite para el perdón en el número setenta y siete; ¿presumiré yo de sobrepasar este límite? No es verdad; no he osado añadir nada. He escuchado a mi Señor mismo que habla por el Apóstol, en un pasaje en que no está prefijado ni la medida ni el número. Dice: Perdonándoos unos a otros, si alguno tiene una queja contra otro, como Dios os perdonó en Cristo (Col 3,13). Habéis escuchado el modelo. Si Cristo te ha perdonado tus pecados setenta y siete veces, si sólo te los perdonó hasta esa cantidad y te negó el perdón una vez sobrepasada, fija también tú un límite, superado el cual, deja de perdonar. Si, por el contrario, Cristo encontró en los pecadores miles de pecados y los perdonó todos, no rebajes la misericordia; pide, más bien, que se te aclare el enigma de ese número. Pues no en vano habló el Señor de setenta y siete, puesto que no existe culpa alguna a la que debas negar el perdón. Fíjate en que el mismo siervo que, siendo deudor él, tenía a su vez un deudor, debía diez mil talentos. Pienso que los diez mil talentos equivalen, como mínimo, a diez mil pecados, pues no quiero decir que un único talento encierre todos los pecados.¿Cuánto le debía su consiervo? Cien denarios. ¿No es esto ya más de setenta y siete? Y, sin embargo, el amo se airó porque no se los perdonó. No es sólo el número cien el que es superior a setenta y siete, sino que cien denarios equivalen tal vez a mil ases. Pero ¿qué es eso en comparación de los diez mil talentos?

Por tanto, si deseamos que se nos perdonen nuestras culpas, hemos de estar dispuestos a perdonar todas las que se cometan contra nosotros. Pues si pensamos en nuestros pecados y contamos los cometidos mediante una acción, mediante el ojo, el oído, el pensamiento y otros innumerables movimientos, ignoro si dormiríamos sin tener un talento encima. Por esto, en la oración cada día pedimos y llamamos a los oídos divinos, cada día nos postramos ante él y le decimos: Perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores (Mt 6,12). ¿Qué deudas? ¿Todas, o sólo una parte? Responderás que todas. Así has de hacer también tú con tu deudor. Esta es la norma que tú mismo fijas; esta la condición que tú mismo promulgas. Cuando oras, al decir: Perdónanos como también nosotros perdonamos a nuestros deudores, haces referencia a ese pacto y acuerdo.

Sermón 83, 1-4

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