sábado, 23 de abril de 2016

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De la mano de San Agustín (17): Reacción interior de Agustín

Narraba estas cosas Ponticiano, y mientras él hablaba, tú, Señor, me trastocabas a mí mismo, quitándome de mi espalda, adonde yo me había puesto para no verme, y poniéndome delante de mi rostro para que viese cuán feo era, cuán deforme y sucio, manchado y ulceroso.

Me veía y me llenaba de horror, pero no tenía adónde huir de mí mismo. Y si intentaba apartar la vista de mí, con la narración que me hacía Ponticiano, de nuevo me ponías frente a mí y me arrojabas contra mis ojos, para que descubriese mi iniquidad y la odiase. Bien la conocía, pero la disimulaba, y reprimía, y olvidaba.

Pero entonces, cuanto más ardientemente amaba a aquellos de quienes oía relatar tan saludables afectos por haberse dado totalmente a ti para que los sanases, tanto más execrablemente me odiaba a mí mismo al compararme con ellos. Porque muchos años míos habían pasado sobre mí —unos doce aproximadamente— desde que en el año diecinueve de mi edad, leído el «Hortensio» de Cicerón, me había sentido excitado al estudio de la sabiduría, pero difería yo entregarme a su investigación, despreciada la felicidad terrena, cuando no ya su invención, pero aun sola su investigación debería ser antepuesta a los mayores tesoros y reinos del mundo y a la mayor abundancia de placeres.

Mas yo, joven miserable, sumamente miserable, había llegado a pedirte en los comienzos de la misma adolescencia la castidad, diciéndote: «Dame la castidad y continencia, pero no ahora», pues temía que me escucharas pronto y me sanaras presto de la enfermedad de mi concupiscencia, que entonces más quería yo saciar que extinguir. Y continué por las sendas perversas de la superstición sacrílega, no como seguro de ella, sino como dándole preferencia sobre las demás, que yo no buscaba piadosamente, sino que hostilmente combatía.

 Y pensaba yo que el diferir de día en día seguirte a ti solo, despreciada toda esperanza del siglo, era porque no se me descubría una cosa cierta adonde dirigir mis pasos. Pero había llegado el día en que debía aparecer desnudo ante mí, y mi conciencia increparme así: ¿Dónde está mi palabra? ¡Ah! Tú decías que por la incertidumbre de la verdad no te decidías a arrojar la carga de tu vanidad. He aquí que ya te es cierta, y, no obstante, te oprime aún aquélla, en tanto que otros, que ni se han consumido tanto en su investigación ni han meditado sobre ella diez años y más, reciben en hombros más libres alas para volar.

Con esto me carcomía interiormente y me confundía vehementemente con un pudor horrible mientras Ponticiano refería tales cosas, el cual, terminada su plática y la causa por que había venido, se fue. Pero yo, vuelto a mí, ¿qué cosas no dije contra mí? ¿Con qué azotes de sentencias no flagelé a mi alma para que me siguiese a mí, que me esforzaba por ir tras ti? Ella se resistía. Rehusaba aquello, pero no alegaba excusa alguna, estando ya agotados y rebatidos todos los argumentos. Sólo quedaba en ella un mudo temblor, y temía, al par que muerte, ser apartada de la corriente de la costumbre con la que se iba consumiendo mortalmente.

CAPÍTULO VIII

Entonces estando en aquella gran contienda de mi casa interior, que yo mismo había excitado fuertemente en mi alma, en lo más secreto de ella, en mi corazón, turbado así en el espíritu como en el rostro, dirigiéndome a Alipio exclamé: ¿Qué es lo que nos pasa? ¿Qué es esto que has oído? Se levantan los indoctos y arrebatan el cielo, y nosotros, con todo nuestro saber, faltos de corazón, ved que nos revolcamos en la carne y en la sangre. ¿Acaso nos da vergüenza seguirles por habernos precedido y no nos la da siquiera el no seguirles?

Dije no sé qué otras cosas y me arrebató de su lado mi congoja, mirándome él atónito en silencio. Porque no hablaba yo como de ordinario, y mucho más que las palabras que profería declaraban el estado de mi alma la frente, las mejillas, los ojos, el color y el tono de la voz.

Tenía nuestra hospedería un huertecillo, del cual usábamos nosotros, así como de lo restante de la casa, por no habitarla el huésped dueño de la misma. Allí me había llevado la tormenta de mi corazón, para que nadie estorbase el acalorado combate que había entablado yo conmigo mismo, hasta que se resolviese la cosa del modo que tú sabías y yo ignoraba; pero yo no hacía más que ensañarme saludablemente y morir vitalmente, conocedor de lo malo que yo estaba, pero desconocedor de lo bueno que de allí a poco iba a estar.

Me retiré, pues, al huerto, y Alipio, siguió mis pasos; y aunque él estuviese presente, no me encontraba yo menos solo. Y ¿cuándo estando yo así afectado me hubiera él abandonado? Nos sentamos lo más alejados que pudimos de los edificios. Yo bramaba en espíritu, indignándome con una turbulentísima indignación porque no iba a un acuerdo y pacto contigo35, ¡oh Dios mío!, a lo que me gritaban todos mis huesos que debía ir, ensalzándolo con alabanzas hasta el cielo, para lo que no era necesario ir con naves, ni cuadrigas, ni con pies, aunque fuera tan corto el espacio como el que distaba de la casa el lugar donde nos habíamos sentado; porque no sólo el ir, pero el mismo llegar allí, no consistía en otra cosa que en querer ir, pero fuerte y plenamente, no a medias, inclinándose ya aquí, ya allí, siempre agitado, luchando la parte que se levantaba contra la otra parte que caía.

Por último, durante las angustias de la indecisión, hice muchísimas cosas con el cuerpo, cuales a veces quieren hacer los hombres y no pueden, bien por no tener miembros para hacerlas, bien por tenerlos atados, bien por tenerlos lánguidos por la debilidad o bien impedidos de cualquier otro modo. Si mesé los cabellos, si golpeé la frente, si, entrelazados los dedos, oprimí las rodillas, lo hice porque quise; pero pude quererlo y no hacerlo si la movilidad de los miembros no me hubiera obedecido. Luego hice muchas cosas en las que no era lo mismo querer que poder.

Y, sin embargo, no hacía lo que con afecto incomparable me agradaba muy mucho, y que al punto que lo hubiese querido lo hubiese podido, porque en el momento en que lo hubiese querido lo hubiese realmente podido, pues en esto el poder es lo mismo que el querer, y el querer era ya obrar.

Con todo, no obraba, y más fácilmente obedecía el cuerpo al más tenue mandato del alma de que moviese a voluntad sus miembros, que no el alma a sí misma para realizar su voluntad grande en sola la voluntad.
Las Confesiones VII, 16-18. VIII, 19-20


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  1. annelewis dijo... 23 de abril de 2016, 1:38

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