viernes, 22 de julio de 2016

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De la mano de San Agustín (6): Y él me escuchó desde su monte santo.


 Señor, ¡cómo se han multiplicado mis atormentadores! Se multiplicaron hasta tal punto que, incluso en la lista de los discípulos de Cristo, no faltó quien engrosara las filas de los perseguidores. Muchos son los que se alzan contra mí. Son muchos los que dicen a mi alma: ya no le salva su Dios. Es evidente que, si no hubieran perdido la esperanza de que iba a resucitar, no le habrían matado. Un argumento válido de esta actitud lo constituyen aquellas expresiones: Si es Hijo de Dios, que baje de la cruz, y: Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo8. Según esto, ni siquiera Judas le habría traicionado, de no haber engrosado la lista de los que despreciaban a Jesús diciendo: Ya no lo salva su Dios.

Pero tú, Señor, eres quien me ha asumido. Estas palabras están dirigidas a Dios en cuanto hombre, porque la asunción del hombre es la Palabra hecha carne. Mi gloria: también llama a Dios gloria suya aquel a quien la Palabra de Dios asumió de tal manera que llegó a ser Dios con ella y a la vez que ella. Que aprendan los orgullosos, a quienes no les gusta que les digan: ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si de hecho lo has recibido, ¿a qué tanto orgullo, como si nada hubieras recibido? (1Co 4,7) El que me hace levantar la cabeza. Creo que este pasaje se refiere a la mente humana a la que, sin incurrir en ningún absurdo, se la denomina cabeza del alma. Esta mente humana hasta tal punto quedó inserta y en cierto modo vinculada a la sublimidad de la Palabra que asumió al hombre, que ésta no la abandonó ni siquiera en medio de las grandes humillaciones de la Pasión.

Grité con mi voz al Señor. No se refiere al grito corporal quese exterioriza mediante el ruido que azota el aire, sino al grito del corazón, silencioso para los hombres. Sin embargo, ante Dios esta voz suena como un grito. Con esta voz fue escuchada Susana (Cf Dn 13,44), y el mismo Señor mandó que se orara con esta voz dentro del cuarto bien cerrado, es decir, en la intimidad del corazón (Cf Mt 6,6), sin alborotos. Por lo demás, a nadie le resultará fácil afirmar que la oración es de más corto alcance cuando no se profiere ningún sonido de palabras articuladas. Porque, incluso cuando en silencio oramos en el corazón, caso de que se interpongan pensamientos extraños a los sentimientos del que ora, no se puede decir: Grité con mi voz al Señor. Tampoco es razonable decir tales palabras sino cuando se le habla al Señor donde sólo él escucha, sin hacer que aflore nada carnal ni relativo a los afectos carnales. También se le da el nombre de clamor en base al poder de la intención misma. Y él me escuchó desde su monte santo. Cierto que el profeta nos ha dicho que este monte es el Señor mismo, a tenor de lo expresado: Una piedra no manualmente cortada creció hasta convertirse en un gran monte (Cf Dn 2,35). Pero el pasaje no puede considerarse aplicado a la persona del Señor, a no ser que eventualmente quisiera decir lo que sigue: Me ha escuchado de mí mismo, es decir, algo así como desde su monte santo, al habitar en mí, es decir, en el monte mismo. Pero me parece más obvio y más fácil interpretarlo en el sentido de que quien escuchó fue Dios desde su justicia. La razón estriba en que era justo que resucitara de entre los muertos a la víctima inocente, a la que devolvieron males a cambio de bienes, y que les diera su merecido a los perseguidores. De hecho leemos: Tu justicia es como los montes de Dios (Sal 35,7).
CS 3,  2-4

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