miércoles, 19 de julio de 2017

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De la mano de San Agustín: QUIEN SE FATIGA POR RECOLECTAR, ¿POR QUÉ ES PEREZOSO PARA SEMBRAR?

Mira cuan prudente quiso que fueras quien te dijo: Toma tu cruz y sígueme. Quien halle su alma, dice, la perderá, v quien la pierda por mí, la hallará (Mt 10,38.39). Quien la halle la perderá, quien la pierda la hallará. Para perderla es preciso que la halles antes, y, una vez que la hayas perdido, lo último es volver a hallarla. Se la haya, pues, dos veces, y entre una y otra se pasa por una pérdida. Nadie puede perder su alma por Cristo si antes no la ha hallado, y nadie puede hallar su alma en Cristo si antes no la ha perdido. Hállala para perderla, piérdela para hallarla. ¿Cómo has de hallarla la primera vez para poder perderla? Cuando piensas que eres en parte mortal, cuando piensas en quien te hizo y con su soplo creó tu alma, y adviertes que se la debes a quien te la dio, que has de devolvérsela a quien te la concedió, que ha de custodiarla quien la creó, has hallado tu alma al hallarla en la fe. Si has creído eso, has hallado tu alma. En efecto, antes de creer estabas perdido. Hallaste tu alma: te hallabas muerto en la incredulidad, reviviste en la fe. De ti puede decirse: Había muerto, y ha resucitado; se había perdido, y ha sido hallado (Lc 15,32). Por tanto, hallaste tu alma en la fe de la verdad si reviviste de la muerte de la infidelidad. Esto significa el haber encontrado tu alma. Piérdela y que tu alma se convierta en semilla para ti. Pues también el agricultor encuentra el trigo en la trilla y en la limpia y vuelve a perderlo en la siembra. Se halla en la era lo que se había perdido en la siembra. Perece en la siembra lo que se hallará en la cosecha. Por tanto, el que halle su alma la perderá (Mt 10,38). Quien se fatiga por recolectar, ¿por qué es perezoso para sembrar?

Pero estate atento a dónde la encuentras y por qué la pierdes. ¿Dónde podrías hallarla si no se te encendiera aquella luz a la que se le dice: Tú encenderás mi lámpara, Señor? (Sal 17,29) Ya la hallaste, pues, gracias a que él acercó la lámpara. Mira por qué la pierdes. No hay que perder a cada instante lo que con tanto esmero se halló. No dice: «Quien la pierda la hallará», sino: Quien la pierda por mí (Mt 10,39). Si por casualidad ves en la costa el cadáver de un comerciante que naufragó, se te caen lágrimas de condolencia y dices: «¡Pobre hombre! Perdió su alma por causa del oro».Justamente lloras y te compadeces. Otórgale el llanto a quien no prestas auxilio, pues pudo perder su alma por el oro, pero no podrá hallarla en él. Fue capaz de acarrear daño a su alma, pero no lo fue para recuperarla. No hay que pensar en que la perdió, sino en por qué la perdió. Si fue por la avaricia, mira dónde yace la carne; mas ¿dónde está lo de valor? Y, con todo, bajo las órdenes de la avaricia se perdió el alma por causa del oro; en cambio, por Cristo no perece ni ha de perecer el alma. ¡Necio, no dudes! Escucha el consejo del creador. Quien te hizo, antes de que existieses tú, capaz de ser sabio, te creó para que fueras sabio. Escucha: no dudes en perder tu alma por Cristo. Lo que tú llamas perder no es otra cosa que confiarla al fiel creador. Tú, ciertamente, la pierdes, pero la recibe aquel a quien nada se le pierde. Si amas la vida, piérdela para hallarla, porque, una vez que la hayas hallado, ya no tendrás qué perder, pues no habrá por qué perderla. Efectivamente, se halla aquella vida que se halla de modo que en manera alguna puede perderse. Puesto que también Cristo, que al nacer, morir y resucitar te dio ejemplo, resucitado de entre los muertos, ya no muere y la muerte ya no tiene dominio sobre él (Rm 6,9).
S 344, 6-7

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