miércoles, 23 de agosto de 2017

// //

De la mano de San Agustín (7): El Cántico de Moisés -2-

Por tanto, amadísimos, ningún fiel dudará de que el paso de aquel pueblo por el mar Rojo fue figura de nuestro bautismo. Así, liberados por el bautismo y bajo la guía de nuestro Señor Jesucristo, de quien era figura Moisés; del diablo y sus ángeles, quienes, cual faraón y egipcios, nos atribulaban, sometiéndonos a fabricar ladrillos, es decir, al lodo de la carne, cantemos al Señor, pues se ha mostrado grande y glorioso; arrojó al mar caballo y caballero (Ex 15,1). En efecto, para nosotros están muertos aquellos que ya no pueden someternos a su dominio, porque nuestros mismos delitos, causantes de nuestra sumisión, han sido destruidos y como sumergidos en el mar. Cantemos, por tanto, al Señor, pues se ha mostrado grande y glorioso; arrojó al mar caballo y caballero: destruyó en el bautismo a la soberbia y al soberbio. Este cántico lo entona quien ya es humilde súbdito de Dios. El Señor no se ha mostrado grande y glorioso en favor del soberbio, que busca su propia gloria y se engrandece a sí mismo. En cambio, el impío justificado ya, creyendo en el que justifica al impío, para que su fe se le compute como justicia (Rm 4,4), a fin de que el justo viva de la fe (Rm 1,17), no sea que, ignorando la justicia de Dios y queriendo establecer la suya, no se someta a la de Dios (Rm 10,3),canta con toda verdad como su ayuda y protector, en orden a la salvación, al Señor su Dios, al que honra. Y no se cuenta entre aquellos envanecidos que, conociendo a Dios, no le honraron como a Dios (Rm 1,21). Dice, en efecto: Dios de mi padre. Es realmente el Dios del padre Abrahán, quien creyó a Dios, y le fue computado como justicia (Rm 4,3). Por eso, como niños que presumimos no de nuestra justicia, sino de su gracia, proclamamos la grandeza del Señor, puesto que él, nuestra paz, aplasta las luchas. Por eso, también su nombre es «El Señor», a quien decimos por medio de Isaías: Poséenos (Is 26,13). Su nombre es «El Señor». No existíamos, y él nos hizo; nos habíamos perdido, y nos encontró; nos habíamos vendido, y él nos compró. Su nombre es «El Señor». Arrojó al mar el carro del faraón y a su ejército (Ex 15,3-4). Destruyó en el bautismo la altanería humana y la caterva de los innumerables pecados que militaban en nosotros a favor del diablo. Había puesto en los carros tres aurigas, que, al perseguirnos, nos aterrorizaban con el temor del dolor, de la humillación y de la muerte. Todo ello fue sumergido en el mar Rojo, porque hemos sido sepultados, mediante el bautismo (Rm 6,4), para la muerte con quien por nosotros fue flagelado, deshonrado y muerto. El que hizo sagrado el bautismo con su cruenta muerte, en la que se consumieron nuestros pecados, sumergió en el mar Rojo a todos los enemigos. Si nuestros enemigos han ido a parar al fondo del mar como si fueran una piedra, el diablo sólo posee y muestra su dureza en aquellos de quienes está escrito: El pecador, cuando llega al abismo de los males, los desprecia (Pr 18,3). No creen que se les pueda perdonar lo que hicieron, y, llevados de esa desesperación, se sumergen aún más profundamente. Pero tu derecha, Señor, ha sido glorificada por su poder; tu mano derecha, Señor, destrozó al enemigo, y con la fuerza de tu majestad, Señor, quebrantaste a los adversarios. Enviaste tu ira, y los consumió como a paja (Ex 15,6-7). Te temimos cuando naciste, creímos en ti, y todos nuestros delitos se consumieron. En efecto, ¿por qué se dividieron las aguas mediante el hálito de la ira del Señor, se helaron las aguas, formando como un muro; se helaron las olas en medio del mar (Ibid. 8), si en esta división del agua, helándose las olas, se abrió un camino para el pueblo liberado? ¿Por qué las aguas no fueron divididas, más bien, por el hálito de la misericordia del Señor sino porque el terror de su ira, que desprecia aquel pecador que llega al abismo de los males, es el que impulsa al bautismo para ser librados mediante el agua, no ahogándonos, sino pasando por el camino? Dijo el enemigo: «Los perseguiré y los alcanzaré»; repartiré los despojos y saciaré mi alma; daré muerte con mi espada y mi mano dominará sobre ellos (Ibid. 9). El enemigo no comprende la fuerza del sacramento del Señor que existe en el bautismo saludable para quienes creen y esperan en él; aún piensa que los pecados pueden tener dominio sobre los bautizados porque son tentados por la fragilidad de la carne, desconociendo dónde, cuándo y cómo se completa la plena renovación del hombre entero, que se inicia y se simboliza en el bautismo y se posee ya con fe cierta. Entonces también esto mortal se revestirá de inmortalidad, y, destruido de raíz todo principado y toda potestad, Dios será todo en todos (1Co 15,53-54.24.28). Ahora, en cambio, mientras el cuerpo que se corrompe apesga al alma (Sab 9,15), dice el enemigo: Los perseguiré y los alcanzaré. Pero enviaste tu aliento, y los devoró el mar (Ex 15,9). Ahora, cuando el mar devoró a los enemigos, no se menciona al hálito de la ira de Dios; aunque poco antes se dijo: Se dividieron las aguas mediante el hálito de tu ira (Ibid. 8), a pesar de haber sido liberado el pueblo de Dios pasando por allí. Ciertamente, parece que no se aíra Dios con aquel cuyos pecados quedan impunes y se hace más pesado. Por lo que, comparado con el plomo, desciende hasta las profundidades, tanto más cuanto mejor ve que los que han sido justificados por la fe y toleran los males presentes por la fe en la vida futura viven entre fatigas, confirmándolos el Espíritu de Dios para que puedan soportarlas. Dios, por tanto, envió su Espíritu para consolar y ejercitar en los trabajos a los justos, y el mar devoró a los impíos; que no sólo pensaban que nada les distinguía de los otros, sino que hasta juzgaban que Dios estaba airado contra ellos, a los que veían afligidos con tantas tribulaciones, mientras que personalmente lo tenían propicio, puesto que gozaban en medio de gran prosperidad. Así se hundieron como plomo en las aguas poderosas. ¿Quién es semejante a ti entre los dioses, Señor? ¿Quién es como tú? Glorioso entre los santos, que no se glorían en sí mismos; maravilloso entre las majestades tú que obras prodigios (Ibid. 11). Las hazañas que entonces se realizaron preanunciaban algo futuro, porque fueron figuras nuestras.

Extendiste tu derecha, y se los tragó la tierra (Ibid, 12). Con toda certeza, en aquella ocasión ningún egipcio fue absorbido por abertura alguna de la tierra; fueron cubiertos por las aguas y perecieron en el mar. ¿Qué significa, pues: Extendiste tu derecha, y se los tragó la tierra? ¿O hemos de entender, con justicia, que la derecha de Dios es aquel de quien dice Isaías: A quién le ha sido revelado el brazo del Señor? (Is 53,1) Este brazo es el Hijo único, a quien el Padre no perdonó, sino que lo entregó por todos nosotros (Rm 8,32). De esta manera, en la cruz extendió su mano derecha, y la tierra tragó a los impíos, justamente cuando se creían vencedores, y a él digno de desprecio. La tierra fue entregada a las manos del impío, y el juicio cubrió su rostro (Jb 9,24), es decir, su divinidad. Así gobernó Dios a su pueblo, como transportado sobre aquel madero, donde la tierra, es decir, la carne extendida del Señor, se tragó a los impíos. El pueblo no atravesó el mar en nave para poder decir con propiedad: gobernaste; pero gobernaste con tu justicia a tu pueblo, que no presumía de la suya propia, sino que vivía de la fe al amparo de tu gracia: a este pueblo tuyo que liberaste. El Señor conoce a los suyos (2Tm 2,19).
S, 363, 2

0 Reactions to this post

Add Comment

Publicar un comentario