lunes, 26 de noviembre de 2018

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JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

Una fiesta que mira al futuro
Estamos terminando el año litúrgico. El próximo domingo, con el Adviento, iniciaremos ese proceso celebrativo que nos hace participar un año más de la gracia de la salvación. Esta fiesta de Cristo Rey del Universo se celebraba el último domingo de octubre; pero en la reforma de Pablo VI, en 1969, se tras-ladó muy acertadamente al último domingo del año cristiano, el domingo treinta y cuatro del Tiempo Ordinario.

Hoy contemplamos a Jesús como Rey del Universo desde una perspectiva de la historia final de la humanidad y del universo todo, y lo haremos a la luz de los textos de las lecturas, las oraciones y los cantos, que nos ayudan a entrar en el misterio de esta fiesta: Jesús, Rey de todo y de todos, también de cada uno de nosotros. Esta celebración se nos presenta cada año con matices diferentes. En este ciclo B escuchamos la confesión del mismo Jesús que, an-te Pilato, proclama que es Rey, aunque luego matice esta afirmación diciendo que su reino no es de este mundo. Su reino y su reinado sobrepasan los ám-bitos del tiempo y de lo material.

Su dominio es eterno y no pasa
Leemos un breve pasaje del mismo libro que leíamos el domingo pasado, el de Daniel, escrito en tiempo de una persecución muy dura contra la fe de Is-rael, con el propósito. decíamos, de animar a sus contemporáneos a perma-necer fieles a la fe de los mayores, sin ceder a los intentos paganos del rey Antíoco Epífanes. El profeta tiene una visión en la que contempla la solemne entronización de Otro rey, diferente al extranjero. Ante el trono de Dios, so-bre las nubes del cielo, aparece un símbolo muy antiguo de la presencia de la divinidad, “una especie de hombre entre las nubes del cielo” al que se le con-cede “poder, honor y reino”. Lo dice también el salmo que acompaña a esta lectura: “el Señor reina, vestido de majestad”, “tu trono está firme desde siempre y tú eres eterno”. Es el anticipo y la premonición de Jesús-Rey.

El príncipe de los reyes de la tierra nos ha convertido en un reino y hecho sa-cerdotes de Dios
La primera visión del Apocalipsis contempla a Cristo como “el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra”. Tam-bién aquí, como en el libro de Daniel, “viene en las nubes”. Y añade que es  “Alfa y Omega, principio y fin, el que es, el que era y el que viene”. El reinado de Cristo, de naturaleza como la nuestra, tiene consecuencias decisivas para nosotros, porque en su persona “nos ha convertido en un reino y hecho sa-cerdotes de Dios su Padre”. Por eso prorrumpe en aclamaciones: “a él la gloria y el poder por los siglos”. 

Tú lo dices: soy rey.
Este pasaje del evangelio de san Juan reproduce en parte el diálogo de Jesús y Pilato. El gobernador romano está intrigado por la acusación de los que se lo han entregado: que se hace llamar “rey de los judíos”, mientras que sus acusadores, hipócritamente, dirán que “no tienen otro rey que al César”. Por eso le pregunta: “¿eres tú el rey de los judíos”? La respuesta de Jesús es cla-ra: “tú lo dices, soy rey”. Para añadir a continuación: “mi reino no es de este mundo”; yo “he venido para ser testigo de la verdad”.

Jesús es Rey. Terminamos el año con los ojos fijos en Cristo Jesús. De los muchos títulos que se le aplican en el NT, hoy nos centramos sobre todo en el de Rey, como ha dicho a Pilato: “tú lo dices: soy Rey”. Como hemos visto anteriormente, este título está ya anunciado en los pasajes de Daniel y del Apocalipsis. Jesús es el “Hijo del hombre”, como él mismo dice de sí mismo en muchas ocasiones, a quien se le ha concedido “poder real y dominio” y “su reino no tendrá fin”. Es doctrina común en todo el Nuevo Testamento y de modo especial en la teología cristológica de Pablo, que Jesús ha recibido la plenitud de la divinidad y es el Hijo de Dios que ha venido a la tierra pre-cisamente para instaurar ese “Reino de los cielos”, el “Reino de Dios”.

Por eso hoy celebramos con gozo que nuestro Salvador haya sido constitui-do Señor y Rey de la historia y Cabeza de la Iglesia, pues, en su generosidad,  ha querido que también nosotros participemos de su riqueza. Recordemos lo que nos ha dicho el autor del Libro del Apocalipsis.

“Mi reino no es de este mundo”. El mismo Jesús matiza el carácter de su reinado. No es un reinado de poder y riqueza: “si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado...”. A lo largo del evangelio, y en parti-cular pocas horas después de su diálogo con Pilato, se ve que este Rey está clavado en la cruz y que desde ella salva a los suyos mediante su sacrificio. Como dice el Apocalipsis, “aquel que nos ama, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre”. Es un Rey que no intenta imponer su dominio, sino que ha venido a servir y a dar su vida por todos. “Nadie me quita la vida; yo la entrego voluntariamente”.

Sus seguidores -cada uno de nosotros- tendremos que aprender esta lección. Nuestra actitud no debe ser de dominio, sino de servicio. No de prestigio po-lítico o económico, sino de diálogo humilde y comunicador de esperanza. Evangelizamos a este mundo con nuestra entrega generosa más que con nuestros discursos o con la ostentación de nuestras instituciones. En noso-tros también debe cumplirse lo de que “nuestro reino no es de este mundo”. No vaya a ser que, como comunidad o como personas particulares, y si-guiendo las tendencias de esta sociedad, persigamos los valores de aquí aba-jo y no los que él nos ha enseñado.

Adoremos con gozo, contemplemos con alegría a Cristo Rey del Universo y, obedientes a su consejo, oremos al Padre para pedirle que “venga a nosotros tu reino” y que en la tierra “se haga su voluntad como se cumple en el cielo”. Sigamos los caminos de Jesús sin desánimos ni cansancios y construyamos unos cielos nuevos y una tierra nueva, un Reino de verdad y de vida, de san-tidad y gracia, de justicia, amor y paz. Ese es el futuro de nuestro camino por este mundo.

P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.

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