domingo, 20 de enero de 2019

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DOMINGO II DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO C Reflexión

No había llegado todavía su “hora”, y Jesús comienza su ministerio público porque así se lo pide su madre María. Es su primer milagro, que Juan llamará signo. ¿Signo de qué?: De su unión con la humanidad, o mejor, de su unión esponsal con la Iglesia. Dirá san Pablo refiriéndose al matrimonio cristiano: “Este es un gran sacramento y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5, 32).

De aquí se desprende el valor que para Cristo tiene matrimonio y la familia. El matrimonio será elevado por Él a la categoría de sacramento. Es decir, el matrimonio, en cuanto sacramento, será un signo eficaz de la presencia de Cristo en los esposos y en el hogar.

Cristo se hace presente en la familia con su amor totalmente entregado; un amor que es fuerza de unión y de paz, de vida nueva animada por el Espíritu, de perdón y acogida mutua. En tanto en cuanto Jesús sea acogido, de manera permanente, como un miembro más del hogar, la garantía de unión inseparable quedará asegurada.

Son aplicables a este tema unas palabras de san Agustín, aunque fueron escritas en otro contexto. Dice el santo: “La barquilla del corazón humano fluctúa con el oleaje de este siglo siempre que está ausente Cristo” (S. 75). Cuando él está presente, la travesía por el mar de este mundo es segura.

Mucho más si se cuenta con María. Ella también estaba invitada a la boda en Caná. Este es un signo más para la vida matrimonial y familiar. Ella, como mujer y madre, está muy atenta a los pequeños y grandes detalles en la vida del hogar.

Porque podría faltar, en el hogar o en nuestra vida de unión con él significada en el matrimonio, el vino del amor y del gozo, y abundar, más bien, el agua de la mediocridad o, ¡ojalá que no!, el vacío del amor. Si así fuera, las “tinajas” de la casa estarían vacías. Habría que llenarlas con nuestra pobre y limitada capacidad para amar como Cristo nos ama.

Ella, María, atenta como buena madre a nuestro vacío o mediocridad, acudirá a su Hijo; y nos dirá: “Haced o que él os diga”. Pero antes acudirá a él para presentarle nuestras “tinajas vacías”. ¿Qué habría que hacer?: Escuchar a Jesús y hacer lo que él nos diga.

Y ¿qué nos dirá?: “Haced todo lo que esté en vuestras manos”. Es decir, nos quiere bien dispuestos y colaboradores. Para dar de comer a cinco mil hambrientos, no inventó el pan; utilizó los pocos panes que le presentaron. En el matrimonio y en nuestra vida, no va a sacar de la nada el amor, el gozo y la unión a toda prueba. “Utilizará” los medios de que disponemos. Y obrará el milagro. Entre otras razones, porque se lo pedirá su madre, que es también nuestra madre.

“Haced lo que él os diga”, son las últimas palabras que aparecen en el evangelio pronunciadas por María. Vienen a ser como su testamento o su última voluntad. Ella sabe muy bien que de la escucha y acogida de Jesús depende nuestra vida de fe, el amor permanente entre nosotros y la esperanza firme en Dios.

Estas tres virtudes teologales vienen a ser el vino nuevo, el mejor, que genera fiesta, alegría y júbilo. La fe, como encuentro personal y permanente con Cristo (no cabe gozo mayor); el amor, como vida nueva animada por el Espíritu (el regalo mejor); la esperanza, como motor que nos empuja en nuestro caminar al encuentro con el Padre.

También estaban invitados a la boda los discípulos de Jesús. Ellos participaron también de la fiesta que proporcionaba el vino nuevo. Todos los presentes, y no sólo los novios se admiraron y gozaron. Es un indicativo o signo de que el matrimonio, o la familia, no debe ser nunca un círculo cerrado, sino comunidad abierta, a la presencia de Jesús. 

La eucaristía es la “fiesta de bodas” para que todos puedan beber del vino nuevo, que es Jesús. En ella se forma o construye la comunidad cristiana.
  
P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.

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