lunes, 6 de abril de 2020

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CONTRA LA MENTIRA IX


Ninguna mentira es justa

No se debe juzgar de otro modo al que dice que hay una mentira justa, pues no hay un pecado justo como no hay cosa injusta que sea justa. ¿Qué cosa hay más absurda?, pues ¿por qué es algo pecado sino porque es contrario a la justicia? Dígase, pues, que hay pecados graves y leves, pese a la opinión de los estoicos, que dicen que todos los pecados son iguales; pero decir que hay pecados justos e injustos ¿qué otra cosa es sino decir que hay iniquidades justas e injustas? Como dice el apóstol Juan: Todo el que comete pecado, obra la iniquidad, pues el pecado es iniquidad. Por tanto, el pecado nunca puede ser justo, a no ser que demos este nombre a una cosa que no lo es, sino que se hace o padece en relación al pecado. Pues, a veces, se llama pecados a los sacrificios ofrecidos por los pecados o a las penas impuestas a los pecadores por sus pecados. Efectivamente, éstos pueden llamarse pecados justos, pues justos son los sacrificios y justas las penas.

Pero las cosas que se hacen contra la ley de Dios no pueden ser justas. Pues de Dios se ha dicho: Tu ley es la verdad. Y, por eso, lo que es contra la verdad no puede ser justo. Pero ¿quién dudará que toda mentira es contraria a la verdad? Por tanto, ninguna mentira es justa.

Asimismo, ¿quién no tiene claro que todo lo que es justo viene de la verdad? En efecto, grita San Juan: Ninguna mentira viene de la verdad. Por tanto, toda mentira es injusta. En consecuencia, cuando se nos presta algún ejemplo de mentira, sacado de las Escrituras santas, o no son mentiras, sino que se cree que lo son porque no se las entiende, o, si son mentiras, no se pueden imitar porque nunca serán justas.

Y, sobre lo que está escrito que Dios benefició a las comadronas de los hebreos  y a Raab, la ramera de Jericó, esto no lo hizo porque hubieran mentido, sino porque tuvieron misericordia de los hombres de Dios. No se les remuneró su falacia sino su benevolencia, su generosidad de alma y no su mentirosa iniquidad. Y, como no sería extraño ni absurdo que Dios quisiera perdonarles sus acciones malas anteriores en gracia a sus buenas acciones posteriores, así tampoco es de extrañar que mirando Dios, al mismo tiempo, ambas cosas a la vez: la mentira y el acto de misericordia, quiso recompensarles el bien y, por él, perdonar su mal. Pues si los pecados que se cometen por la concupiscencia de la carne y no por misericordia, se perdonan por otras obras de misericordia, ¿por qué no se habrían de perdonar por la misericordia los que, por misericordia, se comenten? Pues más grave es el pecado que se comete con la intención de dañar que el que se hace con la intención de ayudar. Y, por tanto, si aquél se borra por una obra de misericordia que se realiza después, ¿por qué lo que es más leve no se borrará por la misma misericordia humana, sea que le preceda al pecar o le acompañe al pecar? Con todo, se ha de advertir que una cosa es decir: No debía haber pecado, pero, ya que pequé, haré obras de misericordia para borrar el pecado, y otra cosa es decir: Tengo que pecar porque no puedo ser misericordioso de ninguna otra manera. Pues digo que una cosa es decir: Hagamos el bien, porque hemos pecado, y otra cosa es decir: Pequemos para hacer el bien. Allí se dice: Hagamos el bien, porque hemos hecho el mal, pero aquí se dice: Hagamos el mal para conseguir el bien. Y, por eso, allí se trata de cegar la fuente del pecado, y aquí de precaverse contra una falsa adoctrina del pecado.

Ahora, nos falta por comprender que a aquellas mujeres, ya en Egipto, ya en Jericó, se les recompensó su humanidad y su misericordia, con un premio ciertamente temporal por el que, aun sin ellas saberlo, se prefiguraba, con un signo profético, un sentido eterno. En cuanto a si se puede mentir alguna vez para salvar la vida de alguno, es una cuestión que aun los más doctos sudan para resolver, y excede, por completo, a aquellas mujeres que vivían instaladas y envueltas en las costumbres de sus pueblos. Así, la paciencia de Dios toleraba esta su ignorancia, como la de otras cosas que igualmente desconocían, pero que serán conocidas por los hijos de los hombres no en este siglo, pero sí en el futuro. Por eso, Dios les recompensó la generosidad humana habida con sus siervos, otorgándoles un premio terreno que significaba uno celestial. Y, de hecho, Raab, liberada de Jericó, se pasó al pueblo de Dios en el que, progresando, pudiera llegar a los premios inmortales y eternos que nunca se pueden buscar por medio de la mentira.

¿Puede un hombre honrado mentir por salvar a otro?

Por otra parte, aunque Raab hizo aquella obra buena y laudable, dada su situación vital, no se le podía exigir aún la moral evangélica que dice: Sea en vuestra boca, sí, sí o no, no. En cuanto a las comadronas hebreas que juzgaban, únicamente, según la carne, ¿de qué les hubiera aprovechado la recompensa temporal, con la que se hicieron sus casas, si no hubieran progresado hasta llegar a la casa de Dios de la que se canta: Dichosos los que moran en tu casa, Señor; por los siglos de los siglos te alabarán?  Hay que reconocer que se acerca mucho a la justicia el que nunca miente si no es con la intención de beneficiar a otro, sin dañar nadie, y es de alabar su conducta no en sí misma, sino por la esperanza que ofrece su inclinación de ánimo. Pero cuando nosotros preguntamos si es bueno o no para el hombre mentir alguna vez, no hablamos del hombre que vivía en Egipto o en Jericó o del que perteneció a Babilonia o a la misma Jerusalén terrena, sujeta, con sus hijos, a servidumbre, sino del ciudadano de aquella ciudad de arriba que está en los cielos y que es nuestra madre libre y eterna. Y entonces la respuesta es: Ninguna mentira puede venir de la verdad. Pues los hijos de aquella ciudad, ciertamente, son hijos de la verdad. De los hijos de esta ciudad es de los que se escribió: En su boca no se halló mentira. Asimismo, es de los hijos de esta ciudad de los que se ha escrito: El hijo que recibe esta doctrina estará muy lejos de perderse; al recibirla la guardará para sí y nada falso saldrá de su boca. Si a estos hijos de la Jerusalén de arriba, de la santa ciudad eterna, como humanos que son, se les desliza alguna mentira, piden humildemente perdón y no esperan recibir, por eso, encima, la gloria.

Conclusión de los casos analizados

 Pero, preguntará alguno, ¿luego Raab y las comadronas hubieran hecho mejor si, negándose a mentir, no hubieran prestado su obra de misericordia? Ciertamente. Es más: si aquellas mujeres hebreas hubieran sido almas a las que preguntamos si es lícito mentir alguna vez, se hubieran negado, con toda libertad, a afirmar algo falso y a matar a los niños hebreos. Pero, acaso, dirás: entonces ellas también habrían muerto. Pero mira las consecuencias. Pues morirían con un galardón incomparablemente mayor, en las moradas celestes, que el que tuvieron en sus casas terrenas. Y morirían para ir a gozar de la eterna felicidad, después de haber sufrido la muerte, por la más pura verdad. Y la ramera de Jericó, ¿podría hacer lo mismo? ¿Podría entregar sus huéspedes escondidos a sus perseguidores, diciendo la verdad, para no engañarles con la mentira? ¿O podría decir a los que le preguntaban: Sé donde están, pero temo a Dios y no los traicionaré? Podría, ciertamente, decir esto, si fuera ya una auténtica israelita en la que no se encuentra engaño, como sería en el futuro, por la misericordia de Dios, al pasar a la ciudad divina. Al escuchar esto, dirás que entonces la matarían y registrarían su casa. Bien, pero ¿acaso encontrarían a sus huéspedes, a los que había ocultado diligentemente? Ella los habría escondido, con toda cautela, en el lugar más recóndito, aunque ellos no le diesen ni el crédito del mentiroso. Así ella, aunque fuese ejecutada por sus ciudadanos a causa de su obra de misericordia, hubiera terminado esta vida perecedera con una muerte preciosa a los ojos del Señor 67, y su obra buena no hubiera sido inútil a sus huéspedes. Pero, insistes, ¿qué sucedería si los perseguidores, registrándolo todo, hubieran llegado al lugar en que había ocultado a los que buscaban? O, dicho de otro modo: ¿qué ocurriría si no diesen crédito a una mujer vilísima y mancilladísima no solo cuando mentía sino cuando perjuraba? Incluso, supongamos que así hubiera conseguido lo que por temor fingió. ¿Dónde pondremos, entonces, la voluntad y el poderío de Dios?, ¿o es que acaso no podía Dios proteger a esa mujer, sin que mintiera a sus conciudadanos y sin que delatara a los hombres de Dios, y librar a los suyos de toda desgracia? Pues quien los había guardado después de mentir la mujer, los podría haber guardado aunque no hubiera mentido. A no ser que nos hayamos olvidado de que esto es lo que ocurrió en Sodoma, donde unos varones, encendidos por sus ansias libidinosas de otros varones, ni siquiera pudieron encontrar ni la puerta de la casa en la que estaban los que buscaban, cuando un hombre justo en una situación completamente similar no quiso mentir en beneficio de sus huéspedes, pues no sabía que eran ángeles y temía que sufrieran una violencia peor que la muerte. Ciertamente que podía haber respondido a los que preguntaban lo mismo que respondió la mujer de Jericó, puesto que lo que le preguntaban era, prácticamente, lo mismo. Pero este hombre santo no quiso manchar su alma con la mentira, en beneficio de los cuerpos de los huéspedes, sino que prefirió ofrecer los cuerpos de sus hijas a la violencia del apetito libidinoso extranjero.

Haga, pues, el hombre cuanto esté en su mano por la salud temporal de los hombres, pero si llegase el
momento en que no pueda velar por esa salud sino pecando él mismo, piense que no tiene nada que hacer cuando solo le queda el pecado por hacer. Por tanto, Raab de Jericó es digna de alabanza y de imitación, para los ciudadanos de la Jerusalén celeste, porque dio hospitalidad a los hombres de Dios peregrinos, por haber afrontado el peligro de acogerles, por haber creído en su Dios, por haberlos ocultado con toda diligencia, y por haberles dado un consejo, fidelísimo, para que volviesen por otro camino. Pero, en cuanto a su mentira, aunque allí se envuelva cierta significación profética, no puede ofrecerse, prudentemente, como un ejemplo a imitar. Aunque Dios le haya premiado de manera memorable el bien que hizo y haya perdonado, misericordiosamente, su pecado.

Siendo así las cosas, dado que sería demasiado largo tratar todos los casos, que en el Libra de Dictinio se proponen como ejemplos de mentira a imitar, pienso que tanto estos casos como otros que haya parecidos se pueden reducir a esta regla: que se trate de mostrar que no es mentira, aunque se crea que lo es, sea porque se calle lo verdadero sin decir nada falso, sea porque la significación verdadera se haya de colegir por una cosa de otra, según un género de metáforas, dichos y hechos, que abunda en los Libros proféticos. O, por el contrario, cuando estamos convencidos que se trata de verdaderas mentiras, se debe mostrar que nunca se han de imitar, y si nos sorprendiesen, como cualquier otro pecado, no hemos de intentar justificarlas, sino que hemos de pedir perdón. Esto es, por lo menos, lo que a mí me parece y a esta conclusión me conduce todo lo que hemos discutido.

¿Si se ha de mentir al enfermo o la verdad es homicida?

 Pero, como somos hombres y vivimos entre hombres, confieso que no estoy aún entre la categoría de aquellos que para nada les turban los pecados de compensación. A veces, me vence, en las cosas humanas, el sentido humano y no puedo resistir cuando se me dice: He aquí un enfermo oprimido por una grave enfermedad, con la vida en peligro, sus fuerzas no podrían soportar si se le anuncia que su hijo único y queridísimo ha muerto, y te pregunta si vive aquel cuya vida tú sabes que ha terminado. ¿Qué le responderás, pues no creerá sino que ha muerto, cuando le digas una de estas tres cosas: Ha muerto, o vive, o no lo sé, pues se da cuenta de que temes decírselo y de que no quieres mentir? Lo mismo ocurre si te callas totalmente. De las tres respuestas, dos son falsas: vive, y no lo sé, y tú no las puedes decir sin mentir. Pero lo único que es verdadero, esto es: ha muerto, perturbaría al enfermo de tal modo que le sobrevendría la muerte, y se oiría un clamor de que tú le has matado.

¿Y quién soportará a los hombres exagerando el gran mal que es negarse a decir una mentira saludable y preferir la verdad homicida? Me conmueven profundamente estos extremos, pero no sé si por una sabia admiración. Pues, cuando pongo ante los ojos de mi corazón la hermosura transparente de aquel de cuya boca nada falso procede, aunque donde más y más refulgente brilla el rayo de la verdad, allí reverbera más el pálpito de mi fragilidad, sin embargo, me enciendo de tal manera, en el amor de tanta belleza, que desprecio todas las cosas humanas que de ella me apartan. Pero sería mucho pedir que este sentimiento persevere de tal manera que no disminuyera por la fuerza de la tentación. Tampoco me impresiona que cuando contemplo este luminoso bien, en el que no hay sombra de mentira, el que los hombres llamen homicida a la verdad, porque nos negamos a mentir, y oímos que los hombres mueren. ¿Acaso sería también homicida la castidad, si una mujer impúdica deseara ardientemente el adulterio y tú no se lo consientes, y muriera trastornada por ese amor furibundo? ¿Y acaso llamaremos también homicida al buen olor de Cristo, porque leemos: Somos el buen olor de Cristo en todo lugar, así para los que se salvan como para los que se pierden. Para unos somos olor de vida que causa vida, y para otros olor de muerte que causa muerte?  Pero, como somos hombres, también a nosotros nos supera y fatiga muchas veces, en estos problemas y contradicciones, el sentido humano. Por eso añadió también el Apóstol: Mas para este ministerio ¿quién será idóneo? 

 Añádase a esto que todavía hay otro riesgo más lamentable que si concedemos que se puede mentir, al preguntarnos por la vida del hijo, para conservar la salud de dicho enfermo, crecerá el mal, sin darnos cuenta, de manera paulatina. Y con leves concesiones irá deslizándose subrepticiamente y llegará a constituir un montón de mentiras infames que no podremos parar ni hallar modo de contener, como si intentásemos combatir una gran peste con unos remedios mínimos.

Por eso, se escribió muy providencialmente: El que desprecia las cosas pequeñas poco a poco caerá Pues son los hombres tan amantes de esta vida que dudan en anteponerla a la verdad, para que un hombre no muera; es más, para retrasar un poco la muerte de un hombre mortal no solo quieren que mintamos, sino también que perjuremos, de modo que, para que no pase algo más de prisa la vida vana del hombre, ¿quieren que tomemos en vano el nombre del Señor Dios? Y hasta hay entre ellos sabios que establecen y fijan reglas sobre cuándo se debe y cuándo no se debe perjurar.
¿O dónde estáis, manantiales de lágrimas? ¿Qué haremos? ¿A dónde iremos? ¿Dónde nos esconderemos de la ira de la verdad, si no solo descuidamos evitar la mentira, sino que incluso nos atrevemos a enseñar el perjurio? Vean, pues, estos patrocinadores y adelantados de la mentira qué categorías y qué clases de mentiras les place justificar. Concedan, al menos, que no se puede mentir en lo que atañe al culto divino. Absténganse, por lo menos, de las blasfemias y los falsos juramentos. 
Que, al menos cuando entre de por medio el nombre de Dios, o poner a Dios por testigo, o el misterio divino, o cuando se trata de exponer o plantar la divina religión, nadie mienta, nadie alabe, nadie enseñe ni recomiende ni nadie diga que la mentira es justa. Y el que acepte que se ha de mentir, que elija para sí, entre todas las clases de mentiras, la que juzgue más leve e inocente de todas. Esto es lo que yo sé: que, incluso, el que enseña que conviene mentir, quiere ser tenido por maestro de la verdad. Porque si es falso lo que enseña, ¿quién podría dedicarse con afán a una falsa doctrina, con la que engaña el que enseña y el que aprende es engañado? Y, si afirma que enseña la verdad, para hacerse con algún discípulo, cuando enseña que se debe mentir, ¿cómo puede venir esa mentira de la verdad, pues contra eso clama el apóstol Juan: Ninguna mentira puede venir de la verdad?  No es, pues, verdad que alguna vez se pueda mentir, y lo que no es verdadero no se puede aconsejar a nadie en absoluto.
CMend  XV-XVIII

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