domingo, 5 de abril de 2020

// //

DOMINGO DE RAMOS (A)

Hay dos momentos que contrastan entre sí en este día. Uno, cuando Jesús es vitoreado por la multitud a su entrada a Jerusalén. Otro, cuando también la multitud (¿la misma u otra?) pide a gritos, a los pocos días, que sea crucificado. Dos gritos: de aplauso y de condena (Hay otro grito, sorprendente y desgarrador, al que me referiré más adelante).

Jesús nunca buscó el aplauso de la gente. Incluso en muchas ocasiones rehusaba ser reconocido como el Mesías prometido y esperado, un Mesías luchador y victorioso que liberaría al pueblo del dominio extranjero y se alzaría como jefe indiscutible de Israel. En más de una ocasión el pueblo quiso proclamarlo rey, pero él pudo escabullirse del gentío. No era el rey como quería proclamarlo el pueblo ni el Mesías que el mismo pueblo esperaba.

Se mostraba, más bien, sencillo y pobre, siempre amable y cercano a todos. Pasaba haciendo el bien: Curaba a los enfermos, perdonaba los pecados, saciaba el hambre de muchos, predicaba un mensaje de amor y hablaba de su Padre como Padre de todos. Era pobre como los campesinos y pescadores de Galilea. El pueblo recordaba todo esto y por eso se lanzó a la calle para recibirlo en Jerusalén reconociéndolo como el “Hijo de David que viene en nombre del Señor”. Era sincero, además de espontáneo, el entusiasmo del pueblo. A los pocos días, instigado y azuzado por sus dirigentes político religiosos, pediría para él la pena de muerte. ¿Por qué? 

También nosotros pasamos -o podemos pasar- muchas veces de un estado de euforia y optimismo a momentos de cruz, soledad y sufrimiento, del éxito al fracaso, de la salud a la enfermedad. Y todo ello podría incidir o influir en nuestra relación con Dios. Cuando todo nos sonríe (por la salud mantenida o recuperada, por gozar de bienestar sin contratiempos ni problemas graves, por la familia unida y un bienestar asegurado, por los buenos amigos, por el éxito en nuestro trabajo...), si somos creyentes agradecemos a Dios por todo ello y nos sentimos bien. Entonces, “aplaudiríamos al Señor y le vitorearíamos” como el pueblo sencillo de Jerusalén. 

Pero cuando la cruz se nos hace muy pesada o la oscuridad nos penetra del todo, cuando los problemas nos abruman o la enfermedad se hace crónica y grave y la soledad se vuelve insoportable, cuando llega inesperadamente el fracaso ..., nuestra relación con el Señor podría quedar debilitada y fría, hasta llegar a quejarnos de él, porque decimos que no nos oye ni nos protege. 

Cristo, camino del calvario, nos indica la ruta que debemos seguir y el modo de caminar con él. Nos invita a compartir su cruz, como el Simón el de Cirene; a velar con él en oración, especialmente en momentos de soledad y abandono; a llorar como Pedro por nuestras pequeñas traiciones, a saciar su sed de más amor, sed de una fe madura y de una esperanza firme en él a pesar de todo. Nos invita a estar al pie de la cruz como las mujeres, María, la madre, entre ellas.

Nos invita a compartir la cruz con los muchos crucificados del mundo, creyentes o no, excluidos de la sociedad, emigrantes con futuro incierto, enfermos crónicos con dolencias graves, pecadores necesitados de perdón y conversión, niños que mueren de hambre, ancianos que viven solos y en desamparo, mujeres maltratadas.

Pero también nos invita a vivir con gozo la fiesta de la vida, a ser testigos de su muerte y resurrección, a comunicar la buena noticia de su resurrección, como María Magdalena, y compartir con otros la fe en él para que el mundo tenga vida y la tenga en abundancia, a implantar su reino de amor, de verdad, de justicia y santidad en nuestro entorno o “más allá”. Nos invita, en palabras de San Pablo, a “tomar parte en los padecimientos de Cristo..., pues si morimos con él, también viviremos con él; si perseveramos, también reinaremos con él” (2 Tim 3, 11-12). 

Y aparece otro grito que nos sorprende y sobrecoge, un grito desgarrador que brota de lo más profundo del alma de Jesús, momentos antes de morir en lo alto de la cruz y solo: A la hora de nona, Jesús gritó con voz potente: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?. Pienso, y es mi convicción, que este sufrimiento moral, por llamarlo de alguna manera, fue para él mucho más doloroso, más “sangrante”, más profundo y más terrible, que los demás tormentos que le aplicaron durante la pasión: azotes, espinas, clavos...

Con este grito Jesús hace suyos todos nuestros “porqués” en situaciones de dolor, fracasos, soledad, abandonos y muerte de quienes amamos. Su grito no fue de desesperación sino, aunque no lo parezca, de confianza en el Padre. Y de hecho entra en paz cuando le dice: En tus manos, Padre, entrego mi espíritu o mi vida. Una lección verdaderamente magistral para todos nosotros. 

San Agustín:
“¿Dios mío, Dios mío. por qué me has abandonado?”. ¿Qué quería decir el Señor? Dios no lo había abandonado, porque el Señor mismo era Dios, Hijo de Dios; ¿por qué entonces estas palabras? Porque nosotros estábamos presentes, porque el Cuerpo de Cristo es la Iglesia (Ef. 1, 23). El Señor parecía decir: este Salmo fue escrito acerca de mí: “La voz de mis pecados aleja de mí la salvación” ¿Cuáles pecados? Cómo puede decir mis pecados sino porque reza por nuestros pecados e hizo de nuestros pecados sus pecados, para hacer de su justicia nuestra justicia  (En. in Sal 21 II,3).

  ¿Cómo reacciono cuando el mal, físico o moral, se ceba en mi vida? ¿Me deprimo, entro en crisis de fe y la esperanza deja de ser tal? ¿Asumo y cargo la cruz como Jesús y con él, aunque en ocasiones sea muy pesada? ¿Soy consciente de que, asociándola a la del Señor, me purifica y santifica?

¿Doy gracias a Dios cuando mi vida transcurre en paz, sin contratiempos graves, con éxito en mi trabajo o porque mi familia sigue unida y feliz? ¿Comunico a otros la Buena Noticia del evangelio y la necesidad de llevar la propia cruz y seguir de cerca al Señor?

¿Celebro mi fe con gozo, agradecido por el don recibido, alabo al Señor dador de todo bien? ¿Qué puedo aprender de esta la lectura de la Pasión? ¿Ayudo a otros a llevar su cruz? ¿Comparto y hago míos sus sufrimientos, su dolor, su soledad, sus fracasos...?

¿Con quién me identifico en el relato de la Pasión: con Judas, Pedro, María la madre de Jesús, María Magdalena, Simón de Cirene o José de Arimatea? ¿Por qué?
¿Cómo interpreto y hago mías las palabras de san Agustín?
P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.

0 Reactions to this post

Add Comment

Publicar un comentario